XXXIII
Cuando se fue Rivers comenzaba a nevar, y siguió nevando toda la noche. Al 

oscurecer del día siguiente el valle estaba casi intransitable. Cerré, apliqué una esterilla a la puerta para que la nieve, al derretirse, no entrase por debajo, encendí una vela y comencé a leer el libro de Marmion que me trajera Rivers: 

Laderas del castillo de Norham, ancho y profundo río Tweed, solitarias montañas de Cheviot... Macizos murallones, que flanquean las torres que protegen el dintel reluciendo, amarillas, bajo el sol... 

La bella melodía de los versos me hizo olvidar en breve la áspera tormenta. 

Oí repentinamente un ruido en la puerta. Creí que fuera el batir del viento pero era John Rivers, que surgiendo bajo el helado huracán de entre las profundas tinieblas, aparecía ante mí, cubierta su alta figura de un abrigo todo blanco de nieve, como un glaciar. Me alarmé, ya que no esperaba visita alguna en semejante noche. -¿Pasa algo? - pregunté. 

-No. ¡Con qué facilidad se asusta! -dijo, mientras se quitaba el gabán y lo colgaba de la puerta, tras la que volvió a poner la esterilla, en la que se limpió las botas llenas de nieve. 

-Dispense que ensucie la limpieza de su pavimento -exclamó, agregando, mientras se acercaba al fuego-: Le aseguro que me ha costado trabajo llegar. He caído en un hoyo y la nieve me alcanzaba hasta la cintura. Por fortuna no se había helado aún. 

-¿Por qué ha venido? -no pude menos de interrogarle. 

-¡Qué pregunta tan poco acogedora! No obstante, le diré que he venido para hablar con usted un poco, ya que me siento fatigado de mis libros silenciosos y mis habitaciones vacías. Además, experimento desde ayer el interés de la persona a quien cuentan una historia y la dejan a la mitad. 

Se sentó. Recordando su singular conducta del día anterior, empecé a temer que Rivers no estuviera bien de la cabeza. Pero si estaba loco, lo estaba con una locura harto fría y serena. Nunca me parecieron de una calma tan marmórea sus facciones como hoy, mientras se separaba de la frente el cabello húmedo de nieve. Con todo, la preocupación 

se pintaba claramente en su rostro iluminado por la llama del hogar. Esperé que hablara. Había apoyado la barbilla en la mano, mantenía un dedo sobre los labios y parecía pensativo. Aquella mano me pareció tan pálida y demacrada como ahora lo estaba su rostro. Sentí pena de él y dije: 

-Me gustaría que Diana o Mary viniesen a vivir con usted. Está muy solo y temo por su salud. 

-Ya me cuido yo; estoy muy bien -repuso-. ¿Qué ve usted de mal en mí? 

Habló distraídamente, con indiferencia, como si no necesitara para nada mi solicitud. Guardé silencio. Separó al fin su dedo de los labios, pero sus ojos contemplaban aún, fijos y estáticos, el fuego. Por decir algo, le pregunté si no le molestaba el frío que se deslizaba por las rendijas de la puerta. 

-No, no -respondió, casi ásperamente.
«Bien -pensé-. Puesto que no quieres hablar, allá tú. Yo vuelvo a mi libro.» Despabilé la bujía y me sumí en la lectura de Marmion. Él, al cabo, sacó una cartera 

de piel y de ella una carta, que examinó en silencio, volviendo luego a hundirse en sus reflexiones. Leer en aquellas condiciones me resultaba insoportable. Resolví hablarle, a riesgo de que me contestase con la misma brusquedad. 

-¿Le han vuelto a escribir sus hermanas? 

-Desde la carta que le enseñé la semana pasada, no. -¿Han experimentado algún cambio sus asuntos? ¿Podrá partir antes de lo que contaba? 

-Me temo que no. Sería demasiada suerte.
No viendo posibilidad de charla por aquel lado, opté por hablar de la escuela.
-La madre de Mary Garret está mejor y Mary ha venido hoy a la escuela. La semana 

próxima asistirán cuatro niñas más de la Inclusa. -Ya. 

-Mr. Oliver paga los gastos de dos. -¿Sí?
-Se propone hacer un regalo a la escuela por Navidad.
-Lo sé.
-¿Se lo aconsejó usted? -No.
-¿Entonces, quién? -Supongo que su hija. -Probablemente: es muy buena.
-Sí.
Se produjo otra pausa. Él, al fin, se volvió hacia mí. -Deje su libro un momento y 

acérquese más al fuego -dijo. Le obedecí, asombrada.
-Hace media hora -explicó- que pienso en la continuación de la historia de ayer y he 

llegado a concluir que es mejor que yo la cuente y usted la escuche. Antes de empezar, debo advertirla que la historia le va a sonar a cosa conocida, pero con todo, siempre adquieren alguna novedad los detalles cuando son pronunciados por otra boca. Por lo demás, el relato es breve. 

»Hace veinte años, un pobre sacerdote-su nombre no hace al caso por el momento- se enamoró de la hija de un hombre adinerado. Ella le correspondió y se casó con él, contra la voluntad de su familia, que rompió sus relaciones con los recién casados. Antes de dos años, los dos habían muerto y reposan en paz bajo la misma lápida. Yo he visto su tumba, en el inmenso cementerio adosado a la sombría y antigua catedral de una ciudad industrial, en el condado de... Dejaron una hija, a quien, a poco de nacer, la caridad acogió en su regazo frío, como el hoyo lleno de nieve en el que he caído esta noche. La persona que la recogió era una tía suya: Mrs. Reed, de Gateshead. A propósito: ¿no oye usted un ruido? Debe ser un ratón, seguramente en el edificio de la escuela. Antes de alquilarlo para escuela era un granero, y en los graneros suelen abundar los ratones... Pero continuemos: Mrs. Reed tuvo a la huérfana en su casa diez años, y si la niña fue feliz o no es cosa que, no habiéndome sido dicha, no puedo 

concretar. Al fin, dicha señora la envió a un colegio, que no era otro que Lowood, donde usted ha vivido. Su carrera fue lucida, ya que pasó de alumna a profesora..., y por cierto que noto semejanza entre su historia y la de usted... Como usted, se empleó después de institutriz, encargándose de la educación de una niña, protegida de un tal Mr. Rochester... 

-¡Mr. Rivers! -interrumpí. 

-Adivino sus sentimientos -repuso-, pero le ruego que me oiga hasta el fin. Nada sé del carácter de ese Mr. Rochester; sólo me consta que propuso a la joven unirse con él en matrimonio legal, aunque vivía su mujer, que estaba demente. Cuáles fueran sus ulteriores propósitos, es asunto que se presta a discusión. Lo único evidente es que, habiéndose precisado tener noticias de la muchacha, resultó que ésta había desaparecido sin saberse cómo. Abandonó Thornfield Hall una noche y todas las pesquisas hechas en la comarca para encontrarla han resultado inútiles. Sin embargo, urge que aparezca, y al efecto se han publicado anuncios en todos los periódicos. Yo mismo he recibido una carta de un procurador llamado Briggs comunicándome los detalles que acabo de participarle. ¿No le parece una historia interesante? 

-Puesto que conoce tales detalles -contesté-, podrá decirme uno más. ¿Qué es de Mr. Rochester? ¿Qué hace? ¿Está bien? 

-Ignoro cuanto se refiere a ese caballero, ya que la carta no le menciona más que para citar el ilegal propósito que le he referido. Más vale que pregunte usted el nombre de la institutriz y el motivo que requiere su aparición. 

-Pero ¿no han ido a Thornfield Hall? ¿No han visto a Mr. Rochester?
-Creo que no. -¿Y entonces...?
-Mr. Briggs dice que la contestación a su carta dirigida a Thornfield no la envió Mr. 

Rochester, sino una señora llamada Alice Fairfax.
Me sentí desmayar. Mis peores temores se habían confirmado. Seguramente él había 

abandonado Inglaterra y erraba a la sazón por el continente. ¿Y qué bálsamo buscaría para sus sufrimientos, qué objeto encontraría en que desahogar sus pasiones? No me atreví a darme la respuesta. ¡Pobre amado mío, aquél a quien casi llegara a estar unida, aquél a quien llamara una vez «mi querido Edward»! 

-Ese Rochester debe de ser un mal hombre -comentó Rivers.
-No le conoce usted. No puede juzgarle -contesté con calor.
-Bien -repuso serenamente-. Tengo otras cosas en qué pensar antes que en él... Debo 

concluir mi historia. Y, puesto que no me pregunta el nombre de la institutriz, yo lo diré, y no de palabra, porque siempre son mejores las cosas por escrito. 

Volvió a sacar la cartera y de una de sus divisiones extrajo una delgada tira de papel, en la que reconocí, por sus manchas de azul ultramar, ocre y bermellón, el borde de la hoja que Rivers cortara en mi casa el día antes. Y en él, escrito en tinta china, de mi puño y letra, se leía Jane Eyre, mi propio nombre, que yo había escrito allí en un momento de distracción, sin duda. 

-Briggs me habla de una Jane Eyre -siguió Rivers-, anuncios hablan de una Jane Eyre y yo conozco a una Jane Elliott. Confieso que tenía algunas sospechas, pero sólo ayer tuve la certidumbre. ¿Qué? ¿Renuncia usted a ese nombre supuesto? 

-Sí, sí, pero ¿dónde está Briggs? Él sabrá de Rochester más cosas que usted. 

-Briggs está en Londres y dudo que sepa nada de Rochester, porque no es en él quien está interesado. Y veo que olvida usted los motivos que Briggs tiene en hallarla... 

-¿Qué quiere de mí? 

-Sólo advertirla que su tío Eyre, que vivía en Madera, ha muerto, que ha legado a usted todos sus bienes y... ya nada más. 

-¿Sus bienes? ¿A mí? ¿Conque soy rica? -Sí. 

-Siguió un silencio. 

-Ahora es preciso que pruebe usted su identidad -concluyó John Rivers-. Los bienes están invertidos en títulos públicos de Inglaterra. Briggs tiene el testamento y la documentación necesaria. 

He aquí que mi suerte experimentaba un nuevo cambio. Es una agradable cosa, lector, pasar en un momento de la indigencia a la opulencia, pero, sin embargo, al recibir la noticia, no hay por qué saltar, gritar y enloquecer de alegría. La riqueza es un hecho concreto, práctico, desprovisto de aspectos ideales y, por tanto, la alegría que se experimenta alcanzándola debe ser del mismo género. Además, las expresiones herencia y testamento están íntimamente ligadas a las de funeral y muerte. Mi tío había muerto y yo que, desde que conocí su existencia, había acariciado la esperanza de verle algún día, debía renunciar a ello. Luego aquel dinero era sólo para mí, no para una familia venturosa y alegre. En fin: de todos modos era una gran suerte, yo podía alcanzar mi independencia, y este pensamiento me ensanchó el corazón. 

-Parece que se ha convertido usted en piedra -dijo Rivers-. Vamos, ¿no pregunta cuánto hereda? -Bien: ¿cuánto heredo? 

-¡Una bagatela! No merece la pena hablar de ello... Veinte mil libras.
-¿Veinte mil libras?
Quedé atónita. Había contado con cuatro o cinco mil. Se me cortó la respiración. 

Rivers, a quien nunca viera reír, no pudo reprimir la risa esta vez.
-Si hubiese cometido usted un crimen y la dijese que había sido descubierta, no quedaría más petrificada... -¡Es mucho! ¿No será un error? ¿No serán dos mil y por 

equivocación en las cifras...?
-Nada de cifras. Está escrito en letras. Son veinte mil.
Sentí la impresión que podría experimentar un gastrónomo solo ante una mesa

servida para un centenar. Rivers se levantó y se puso el gabán.
-Si no hiciera tan mala noche -dijo- le enviaría a Hannah a acompañarla, porque 

parece usted sentirse hoy desgraciadísima... Pero la pobre Hannah no puede saltar los hoyos llenos de nieve tan bien como yo. Así que tengo que abandonarla a su pena. Buenas noches. 

Un súbito pensamiento acudió a mi mente.
-Espere un momento -rogué. -¿Qué?
-Me asombra que Briggs escribiese a usted sobre esto. ¿Cómo le conoce ni cómo

podía figurarse que usted, en un lugar tan apartado, podría cooperar a encontrarme? -Soy sacerdote -dijo-, y con frecuencia se apela a los sacerdotes en los más raros 

asuntos.
Y empuñó el picaporte.
-No me convence -repuse. Había, en efecto, en su ambigua contestación algo que 

excitaba mi curiosidad en grado sumo. Añadí-: Es algo tan extraño, que deseo que me lo aclare. 

-Otro día. -No. ¡Hoy, hoy! 

Y me interpuse entre él y la puerta. Pareció turbarse. -No se irá hasta que me lo diga -aseguré. -Preferiría que la informaran Mary o Diana. 

Tales objeciones no hacían más que estimular mi curiosidad. Era preciso satisfacerla, y se lo dije: 

-Ya le he manifestado que soy un hombre duro, impersuadible -objetó.
-Y yo una mujer durísima. -Y frío... -siguió diciendo.
-El fuego deshace el hielo -alegué-, y yo soy ardiente. La prueba está en que la nieve 

que cubría su abrigo se ha fundido al calor, convirtiendo mi cocina en un lago. Y, si 

quiere usted que le perdone el horrible crimen de inundar mi cocina, es preciso que me diga lo que deseo. 

-Me rindo -dijo-, no a su ardor, sino a su perseverancia, capaz de agujerear la roca, como una gota de agua. Aparte de eso, más pronto o más tarde había de saberlo... ¿Usted se llama Jane Eyre? 

-Desde luego.
-En ese caso... ¿No sabe usted que mi nombre es John Eyre Rivers?
-¡No lo sabía! Recuerdo ahora haber visto su nombre, con la E en abreviatura, 

escrito en los libros que me ha dejado algunas veces, pero nunca se me ocurrió pensar que... Pero entonces... 

Me interrumpí. No acertaba a expresar el pensamiento que se me ocurría y que, sin embargo, representaba una evidente probabilidad, ya que formaba el resultado lógico de una cadena de circunstancias concurrentes. Por si el lector no acierta, reproduciré las explicaciones de Rivers: 

-Mi madre se apellidaba Eyre y tenía dos hermanos: uno, sacerdote, casó con Jane Reed, de Gateshead; el otro, John Eyre, era comerciante en Funchal, en Madera. Briggs, abogado de Eyre, nos escribió en agosto informándonos de la muerte de nuestro tío y de que había dejado sus bienes a la huérfana de su hermano el sacerdote, prescindiendo de nosotros, como consecuencia de su ruptura con mi padre. Nos escribió semanas después anunciando que la heredera había desaparecido y preguntándome si sabía algo de ella. Un nombre escrito por casualidad al borde de un papel me ha permitido encontrarla. Lo demás es inútil que lo diga, porque ya lo sabe usted. 

Y trató de salir, pero yo me apoyé contra la puerta. -Antes de hablarle -dije- déjeme reflexionar un momento -y tras una pausa agregué-: Su madre era hermana de mi padre, ¿no? 

-Sí.
-¿Y, por tanto, tía mía? Asintió.
-Mi tío John era tío de usted, y usted, Diana y Mary, hijos de su hermana, como yo 

hija de su hermano. -Innegablemente.
-¿De modo que los tres son mis primos? -Lo somos, en efecto.
Le miré. Parecíame haber hallado un hermano -y un hermano del que me sentía 

orgullosa-, y dos hermanas cuyas cualidades, aun considerándolas extrañas a mí, habían despertado mi admiración y mi afecto. Aquellas dos jóvenes que, desesperada, contemplara una noche de lluvia a través de la enrejada ventanita de la cocina de Moor House eran mis parientes, como lo era aquel joven que se hallaba ante mí. ¡Oh, qué delicioso descubrimiento para quien sufría el dolor de su soledad! ¡Ésta sí que era riqueza, auténtica riqueza, riqueza del corazón, susceptible de producir la alegría y el entusiasmo, al contrario de la riqueza metálica! 

Junté las manos, en un impulso de alegría. Mi pulso latía aceleradamente.
-¡Qué contenta estoy! -exclamé. John sonrió.
-¿No le decía que descuidaba usted lo esencial? Se puso seria cuando le dije que 

poseía una fortuna y ahora se emociona por una cosa de tan poca importancia.
-¿De poca importancia? Quizá para usted que, teniendo dos hermanas, no necesita 

una prima, pero no para mí, que me encuentro de improviso con tres parientes... o al menos con dos, si usted no quiere contarse en el número... ¡Qué contenta estoy, sí! 

Comencé a pasear a través de la habitación y luego me detuve, medio sofocada por los pensamientos que invadían mi mente. Yo podía corresponder a los beneficios de los que salvaron mi vida. Eran dependientes: yo podía independizarles; estaban separados: podía reunirlos. Lo que era mío, debía ser de ellos también. Puesto que éramos cuatro, las veinte mil libras debían ser repartidas. Con cinco mil cada uno, todos teníamos la 

vida de sobra asegurada, todos seríamos felices y se cumpliría un acto de justicia. Ahora la riqueza no era ya un peso para mí. Implicaba, al contrario, vida, felicidad, esperanza... 

No sé cómo miraría a Rivers mientras pensaba en estas cosas; sólo sé que me ofreció una silla y me aconsejó que me serenase. 

-Escriba mañana a Diana y a Mary y dígales que vuelvan a casa. Si se consideraban ricas con mil libras, hay que creer que con cinco mil cada una se considerarán dichosas - exclamé. 

-Dígame dónde puedo encontrar un vaso de agua para usted, porque necesita calmarse -repuso John. -¡Nada de eso! Y dígame: ¿qué hará usted? ¿Se quedará en Inglaterra, pedirá la mano de Rosamond y hará una vida corriente, como...? 

-Desvaría usted. Le he comunicado las noticias tan bruscamente, que no me extraña... 

-Me hace perder la paciencia. Estoy en mi plena razón. Es usted quien no entiende o no quiere entender. -Quizá la comprendiese si se explicara mejor. -¿Qué falta hacen explicaciones? Puesto que son veinte mil libras, deben dividirse a partes iguales entre los cuatro sobrinos de nuestro tío. Escriba a Mary y a Diana diciéndoles la fortuna que han heredado... -Que ha heredado usted. 

-Ya le he dicho lo que pienso y no cambiaré. No soy una egoísta ni una desagradecida. Además, quiero tener una casa y una familia. Me gusta Moor House y viviré en Moor House, y quiero a Diana y a Mary y viviré con ellas. Poseer cinco mil libras me agrada y me conviene. Poseer veinte mil, me abrumaría. Y no serían mías en justicia, aunque lo fueran según la ley. Les cedo lo que es superfluo para mí. No rehúse ni me lo discuta. Póngase de acuerdo conmigo sobre ello ahora mismo. 

-Habla usted siguiendo el primer impulso. Tómese días para pensarlo, antes de comprometer su palabra. -Aunque dude de mi sinceridad, ¿no comprende que lo que digo es justo? 

-Es justo hasta cierto punto, pero no es lo que se acostumbra a hacer. Tiene usted derecho a toda la fortuna. Mi tío la ganó con su trabajo y podía legarla a quien quisiera. Puede usted, en conciencia, quedarse con todo. 

-Para mí -dije- el sentimiento es tan importante como la conciencia. Y ya que puedo pocas veces seguir mis sentimientos, deseo seguirlos ahora que se me ofrece la oportunidad. Cuanto pudiera usted argumentar, aunque me hablase un año seguido, no destruirá el placer que me proporciona el pagar una deuda moral y conseguir amigos para toda mi vida. 

-Habla usted así -objetó John- porque no sabe lo que es la riqueza ni los goces que proporciona. No comprende bien lo que son veinte mil libras, el puesto que le darán en sociedad, las perspectivas que... 

-Y usted -interrumpí- no comprende bien lo que es conseguir un cariño fraternal. Yo no he tenido casa nunca, nunca hermanos ni hermanas. Quiero tenerlos ahora ¿Me rechaza? 

-Jane: yo seré su hermano y Diana y Mary sus hermanas sin necesidad de sacrificio pecuniario alguno. -¿Hermanos? ¿A mil leguas de distancia de mí? ¿Y hermanas esclavas en casas ajenas? ¿Yo rica, con una riqueza que no he ganado ni merecido, y ustedes pobres? ¡Vaya una fraternidad y vaya una unión! 

-Sus deseos de tener una familia pueden realizarse cuando se case. -¡Tontería! No quiero casarme y no me casaré nunca.
-Eso es mucho decir, y sólo prueba lo muy excitada que está.
-No es mucho decir. Sé lo que siento y lo poco inclinada que me encuentro al 

matrimonio. Nadie se enamorará de mí, y si alguien se casara conmigo sería por mi dinero. Y no deseo a mi lado un ser ajeno a mi alma. Quiero convivir con aquellos que 

comparten mis sentimientos. Dígame otra vez que es mi hermano; dígalo, si puede, con sinceridad y me sentiré feliz. 

-Puedo. Sé que si he querido a mis hermanas ha sido porque estimo sus virtudes y admiro sus méritos. Usted es inteligente y virtuosa, tiene los mismos gustos que Diana y Mary, su presencia y su conversación me son agradables. Creo que puedo reservar un sitio para usted en mi corazón, como una hermana mía. 

-Gracias. Eso me basta por hoy. Y ahora vale más que se vaya, John, porque si se queda tal vez me haga enfadar otra vez con sus escrúpulos. 

¿Y la escuela, Jane? ¿Habrá que cerrarla? -Seguiré en el cargo hasta que se encuentre una sustituta. 

Sonrió, aprobatorio. Nos estrechamos la mano y se fue. 

No es preciso detallar los ulteriores esfuerzos y argumentos que empleé para convencer a mis primos. Mi tarea fue difícil, pero como estaba absolutamente resuelta a imponer mi voluntad y ellos comprendieron la sinceridad con que lo hacía, acordaron finalmente someter el asunto a arbitraje. Los árbitros fueron Mr. Oliver y un inteligente abogado, que coincidieron con mi opinión. Los documentos transmisorios fueron legalizados, y John, Diana y Mary entraron en posesión de sus partes respectivas. XXXIV 

Todo quedó arreglado poco antes de las fiestas de Navidad. Abandoné la escuela después de procurar que me sustituyera alguien que no hiciese estériles mis esfuerzos en pro de las alumnas. La mayoría de ellas, según parecía, me apreciaban, y mi partida lo puso de manifiesto. Me sentí profundamente emocionada por el lugar que me habían concedido en sus inocentes corazones y les prometí que, en el porvenir, las visitaría todas las semanas y daría una hora de clase en la escuela. 

John Rivers llegó cuando yo, después de haberme despedido de las sesenta muchachas alineadas ante mí, cambiaba nuevos adioses con las mejores de mis discípulas: media docena de muchachas recatadas, modestas e instruidas como no se encontrarían fácilmente en el resto de Inglaterra ni en toda Europa. 

-¿No sientes -dijo John cuando todas hubieron salido- la satisfacción de haber hecho con esas muchachas algo en beneficio de tus semejantes? 

-Sin duda. 

-Pues si eso ha sido así en pocos meses, ¿no crees que la tarea de dedicar toda la vida a la regeneración humana es hermosa? 

-Sí -dije-, pero yo no puedo dedicarme sólo al bien de los demás. Deseo gozar de mi propia vida también. 

-¿Y qué vas a hacer ahora? -me preguntó gravemente. 

-Trabajar en lo que está a mi alcance. Deseo que busques a alguien que sustituya a Hannah para que ésta me acompañe. 

-¿A dónde? 

-A Moor House. Diana y Mary llegarán de aquí a una semana y quiero tenerlo todo arreglado para cuando vengan. 

-Comprendo. Creí que pensabas hacer algún viaje. Sí, vale más que vaya Hannah contigo. 

-Bien; pues dile que esté lista para mañana. Toma la llave de la escuela. La de casa mañana te la daré. -Quisiera saber -me dijo, mientras tomaba la llave- qué ocupación vas a realizar en lugar de la que dejas. ¿Qué proyectos, qué ambiciones tienes ahora? 

-Primero, limpiar Moor House de arriba abajo; segundo, encerarla y pulirla cuanto pueda; tercero, colocar todas las mesas, sillas y demás muebles con un orden y precisión matemáticos; cuarto, arruinarme comprando carbón y leña para que en cada cuarto haya un fuego excelente; quinto, dedicar a Hannah, dos días antes de que lleguen Diana y 

Mary, a batir tantos huevos, amasar tantas empanadas y preparar tantos bollos de Pascua, que no hay palabras en el diccionario para darle idea de la solemnidad de los ritos culinarios a que me entregaré. En resumen: mi ambición consiste en que todo esté listo el próximo jueves para otorgar a mis primas una acogida que constituya el ideal de las acogidas familiares. 

John sonrió. No parecía del todo satisfecho. 

-Eso está muy bien por el momento -dijo-, pero hablando seriamente, creo que después mirarás un poco más alto y no te limitarás a ocuparte de esas cuestiones domésticas. 

-¡Son lo más agradable del mundo! -repuse. -No, Jane: este mundo no es lugar de placeres, ni hay por qué intentar convertirlo en tal; como no hay tampoco que entregarse a la molicie. 

-Al contrario; voy a entregarme a la actividad. -Por ahora está bien, Jane. Admito que están bien dos meses para gozar el encanto de tu nueva situación y del cariño de tus nuevos parientes. Pero después supongo que Moor House y Morton, y la compañía de mis hermanas, y la calma egoísta y la comodidad no te parecerán suficientes. 

Le miré con sorpresa. 

-John -dije-: ¿cómo puedes hablar así? Me sentiré tan satisfecha como una reina. ¿En qué cosa mejor puedo pensar? 

-En aprovechar la inteligencia que Dios te ha concedido y de que, si no la ejercitas como debes, te pedirá algún día estrecha cuenta. Te observo con mucho interés, Jane, y extraño el desmesurado interés que pones en los placeres vulgares del hogar. No te aferres tan tenazmente a las debilidades materiales. Reserva tu constancia y tu vehemencia para empresas más elevadas... ¿Entiendes, Jane? 

-Tanto como si me hablaras en griego. Para mí ser feliz es una empresa bastante elevada. Y lo seré. ¡Adiós! Y lo fui, en efecto, en Moor House, y trabajé de firme, con asombro de Hannah, admirada de la jovialidad con que me desenvolvía en el ajetreo de aquellos arreglos, de la energía con que pulía, limpiaba y cocinaba. Era delicioso, un par de días después, ver cómo iba resurgiendo el orden del caos que nosotras mismas habíamos producido. Hice antes un viaje a S... para comprar algunos muebles, fin al que habíamos asignado algún dinero y para lo que mis primas me habían dado carta blanca. La salita y los dormitorios fueron dejados como estaban, porque comprendí que a Diana y a Mary les placería hallarse en su ambiente acostumbrado, pero en cambio, una alcoba libre y un salón que no se usaba fueron decorados con bellos cortinajes y alfombras nuevas, con adornos de bronce cuidadosamente elegidos. En las demás alcobas instalé tocadores y espejos nuevos. Los muebles comprados eran de caoba y las alfombras y cortinas de color carmesí oscuro. Todo terminado, juzgué que Moor House era el modelo perfecto de una casa modesta bien acomodada por dentro, como era el tipo de la desolación invernal por fuera en aquella época del año. 

Llegó, al fin, el anhelado jueves. Esperábamos a las jóvenes al oscurecer. Las chimeneas estaban encendidas, la cocina preparada. Hannah y yo vestidas, y todo a punto. 

John fue el primero en llegar. Yo había procurado que no acudiese durante los preparativos, para no darle una impresión desagradable con el espectáculo de la casa revuelta. 

Me encontró en la cocina vigilando la operación de amasar pastas para el té. Me preguntó si estaba satisfecha de mis tareas domésticas y le contesté invitándole a inspeccionar el resultado de mis tareas. No sin dificultad, le convencí de que me acompañase. Luego que hubimos recorrido toda la casa y subido y bajado escaleras, comentó que debía haberme tomado mucha molestia para llevar a la práctica aquellos 

cambios en tan poco tiempo, pero no añadió ni una sílaba que indicase que le placía el nuevo aspecto de la residencia. 

Me disgustó aquel silencio, pensando que acaso le hubiera contrariado que se alterase el aspecto de la casa paterna. Le pregunté si era así. 

-Nada de eso. Ya he observado el cuidado que has tenido en respetar cuanto pudiese significar un recuerdo. ¿Cuántos minutos has dedicado a pensar en el arreglo de esa habitación? Y ¿puedes decirme dónde está colocado...? 

Me mencionó el título de un libro. Se lo mostré, lo cogió y, retirándose a su acostumbrado rincón, junto a la ventana, comenzó a leer. Aquello me desagradó. John, lector, era un hombre bueno, pero yo comenzaba a pensar que había dicho la verdad cuando él mismo afirmara que era frío y duro. La vida no presentaba atractivos para él. No vivía más que para sus elevadas aspiraciones, y además desaprobaba que no se compartiesen. Mientras contemplaba su frente, pálida y serena como el mármol, y las bellas facciones de su rostro absorto en la lectura, comprendí que nunca podría ser un buen marido y que su esposa sería muy desgraciada. Y concordé con él en que su amor por Rosamond era un amor puramente sensual. Me hice cargo de que John mismo se despreciaba por aquella emoción que ante ella sentía. Y, en resumen, advertí que estaba hecho según el modelo de los héroes, cristianos o paganos, que han dado leyes a sus pueblos, que los han llevado a la conquista o los han convertido a una nueva creencia. 

«Este salón no es lugar adecuado para él -pensé-. En la cordillera del Himalaya, en las selvas de Cafrería o en las costas de Guinea estaría más en su centro. La calma de la vida doméstica no es su elemento. Aquí sus facultades se enmohecen, faltas de desarrollo. Sólo en medio de la lucha y el peligro, allí donde se requiera valor, fortaleza y energía, podrá hablar y actuar, manifestarse superior a los demás. Creo que acierta eligiendo la carrera de misionero.» 

-¡Ya vienen, ya vienen! -gritó Hannah. 

El perro ladró alegremente. Salí corriendo. Se sentía en la oscuridad ruido de ruedas. Hannah tomó una linterna. El coche se detuvo ante la verja. El cochero se apeó para abrir la portezuela y dos bien conocidas figuras bajaron del carruaje. Un momento después, mi cara se ponía en contacto, primero con las suaves mejillas de Mary y luego con los tirabuzones de Diana. Rieron, me besaron; luego besaron a Hannah, acariciando a Carlo, medio loco de alegría, y entraron en la casa. 

Aunque estaban heladas de frío después de su largo viaje en aquella inclemente noche, sus agradables facciones irradiaban luz. Preguntaron por John quien salía en aquel momento del salón, y le abrazaron las dos a la vez. Él las besó con calma, pronunció algunas frases de bienvenida y, tras una breve conversación, suponiendo que ellas irían también al salón a poco, se retiró a su acostumbrado refugio. Encendí bujías para subir al piso superior. Diana dio antes algunas órdenes hospitalarias concernientes al cochero. Luego ambas me siguieron y manifestaron su satisfacción por las reformas introducidas, por las nuevas cortinas y alfombras y los ricos jarrones de China. Tuve el placer de comprobar que mis modificaciones coincidían exactamente con los gustos de ellas y que constituían un motivo más de alegría a su llegada. 

Aquella velada fue deliciosa. La entusiasta charla de mis primas, sus relatos y sus comentarios hacían olvidar la taciturnidad de John. Él estaba contento de ver a sus hermanas, pero no simpatizaba con las exteriorizaciones de su contento. Su regreso le complacía, mas el tumulto inherente le desagradaba y ansiaba, sin duda, que llegase el día siguiente, menos bullicioso. 

Cuando estábamos en el momento más grato de aquella noche, una hora después del té, oímos llamar a la puerta, y Hannah entró con la noticia de que estaba allí un pobre muchacho a rogar que Mr. Rivers fuese a visitar a su madre, moribunda. 

-¿Dónde vive, Hannah?
-En Whitcross Brow, a más de cuatro millas y por un camino lleno de pantanos. -Dile que iré.
-Creo que haría mejor en no ir, señor. Es el peor camino para recorrer de noche que 

pueda imaginarse. No hay carretera. Vale más que diga que irá mañana.
Pero él ya estaba en el pasillo poniéndose el gabán y, sin una palabra, se fue. Eran 

las nueve y no volvió hasta medianoche. Se le notaba fatigado, pero parecía más satisfecho que cuando salió. Había cumplido un deber y realizado un sacrificio y estaba satisfecho de sí mismo. 

La semana siguiente debió agotar su paciencia. Era la semana de Navidad y nosotras nos entregamos a una especie de alegre orgía doméstica. El aire de las alturas, la libertad de sentirse en su casa, obraban sobre Diana y Mary como estimulantes elixires y estaban contentas de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Hablaban sin cesar y sus conversaciones me eran tan agradables, que prefería escucharlas a hablar yo misma. John procuraba huir de nuestra vivacidad. Rara vez estaba en casa. La parroquia era grande y la población muy diseminada. Tenía, pues, constantes ocasiones de visitar a los pobres y enfermos de las diferentes zonas. 

Una mañana, durante el desayuno, Diana le preguntó si sus planes seguían siendo los mismos. 

-Lo son y lo serán -contestó él. Y en seguida explicó que su marcha de Inglaterra estaba acordada para el año entrante. 

-¿Y Rosamond...? -insinuó Mary. Debió decir las palabras sin darse cuenta, porque al punto hizo un gesto como si quisiera rectificar. 

-Rosamond Oliver -repuso John- va a casarse con Mr. Granby, hijo de Sir Frederic Granby y persona muy estimable y bien relacionada en E... Me lo ha dicho el señor Oliver. 

Las tres nos miramos y luego le contemplamos a él. Estaba tan sereno como un cristal. 

-Muy de prisa han concertado el enlace --comentó Diana-, porque no se deben conocer desde hace mucho tiempo. 

-Hace dos meses. Se conocieron en un baile, en S... Pero cuando no hay obstáculos, como en el caso presente, es natural abreviar. Se casarán en cuanto la casa que les regala Sir Frederic esté en condiciones de ser habitada. 

La primera vez que vi a John a solas traté de averiguar si estaba disgustado, pero me pareció tan reacio a las manifestaciones de simpatía, que no me aventuré a expresarle lo que sentía por sus supuestos sufrimientos. 

Además, su reserva había vuelto a hacerme perder la costumbre de hablarle con sinceridad. No cumplía su promesa de tratarme como una hermana más. Antes bien, marcaba a cada momento pequeñas y molestas diferencias nada propicias al aumento de una mutua cordialidad. A tal extremo, que ahora que vivíamos bajo el mismo techo me sentía menos unida a él que cuando era maestra de escuela en Morton. Recordando hasta qué punto había conseguido su confianza, me resultaba increíble su frialdad presente. 

Por todo ello, en la mencionada ocasión en que estábamos solos, no fue poco mi asombro cuando le vi alzar súbitamente la cabeza de sobre la mesa y le oí decir: 

-¿Ves, Jane? La batalla se ha dado y la victoria se ha conseguido. 

La sorpresa me dejó atónita, pero al fin contesté: -¿Estás seguro de que la victoria no te ha costado demasiado cara, como a muchos conquistadores? -Creo que no, y aunque fuera así, no importa. El desenlace es definitivo y ahora no tengo obstáculos en mi camino, gracias a Dios. 

Y volvió a sus papeles y a su mutismo. 

La felicidad que sentíamos Diana, Mary y yo acabó tomando un carácter más reposado, y entonces John estaba en casa con más frecuencia. Se sentaba en el mismo aposento que nosotras y a veces todos pasábamos varias horas juntos. Mientras Mary dibujaba, Diana seguía un curso de lecturas enciclopédicas que había emprendido con gran asombro mío, y yo me afanaba en el alemán. John estudiaba una lengua oriental, que creía necesaria para el desarrollo de sus planes. 

Sentado en su rincón, parecía absorto y sereno, pero a veces sus azules ojos abandonaban los libros y se posaban sobre nosotras, examinándonos con curiosa intensidad. Si se le sorprendía, retiraba la vista inmediatamente, mas de vez en cuando volvía a dirigirla a nuestra mesa. Yo no sabía lo que pudiera significar aquello. Me asombraba, por otro lado, la satisfacción que nunca dejaba de expresar siempre que yo iba a realizar la prometida visita semanal a la escuela de Morton. Si sus hermanas me querían persuadir, los días de mal tiempo, de que no fuera, él, por el contrario, me excitaba a que acudiese desafiando los elementos adversos. 

-Jane no es lo débil que suponéis -solía decir- y puede soportar un poco de viento o unos copos de nieve tan bien como el primero. Su naturaleza es nerviosa y flexible, más apropiada para adaptarse a los cambios de clima que otras más robustas. 

Y cuando yo volvía, muy cansada y a veces víctima de las inclemencias del tiempo, no osaba quejarme por temor a causarle contrariedad. La fortaleza en sufrir tales molestias le placía y lo contrario le disgustaba. 

No obstante, una tarde resolví quedarme en casa, porque realmente estaba acatarrada. Sus hermanas habían ido a Morton en mi lugar. Yo estaba sentada leyendo una obra de Schiller y él luchaba por descifrar sus orientales jeroglíficos. Se me ocurrió mirarle y hallé que me contemplaba atentamente con sus azules ojos. Ignoro cuánto tiempo llevaba así; sólo sé que me sentí desasosegada. -¿Qué haces, Jane? -Aprender alemán. 

-Preferiría que dejase el alemán y aprendieses el indostaní (lengua del Sur de la India). 

-¿Hablas en serio? -En serio. Me explicaré. 

La explicación consistió en manifestarme que era indostaní la lengua que él estudiaba, que solía olvidar lo que había aprendido, y que si tuviese una discípula con quien practicar los rudimentos, éstos no se le irían de la memoria, antes bien, quedarían -fijos en su mente. Agregó que me había preferido a mí por juzgarme la más apta de las tres mujeres. ¿Le haría este favor? En todo caso, no sería largo el sacrificio, ya que contaba partir antes de tres meses. 

No era fácil negar nada a John porque se comprendía que cualquier sensación, grata o ingrata, se grababa profundamente en él. Consentí. Cuando Diana y Mary regresaron hallaron a la maestra de Morton transformada en discípula del párroco. Se echaron a reír y opinaron que John no debía haberme metido en aquella aventura. El repuso, tranquilamente: 

-Ya lo sé. 

Descubrí que era un maestro muy paciente, muy tolerante y muy exigente a la vez. Esperaba mucho de mí, y cuando veía que llenaba sus esperanzas, manifestaba su aprobación a su modo. Poco a poco fue adquiriendo cierta autoridad sobre mí, y su influencia y atención me parecieron más cohibidores que su indiferencia. Ya no me atrevía a hablar ni a reír a mis anchas cuando él estaba presente, porque un espíritu de clarividencia me advertía que eso le disgustaba a él. Yo comprendía muy bien que a John sólo le placían los modales graves y las ocupaciones serias y que era vano tratar de obrar de otro modo en su presencia. Acabé hallándome bajo el efecto de una fría 

sugestión. Si él me decía: «vete», me iba; si «ven», iba; si «haz esto», lo hacía. Pero no me agradaba aquella sumisión y hubiera preferido que, como antes, mi primo no se ocupara de mí. 

Una noche, al ir a acostarnos, le rodeamos como de costumbre para desearle buenas noches, y como de costumbre también, después de besarle sus hermanas, él y yo nos dimos la mano. Diana, que estaba de buen humor (ella y Mary no experimentaban el influjo de la voluntad de John porque, en su estilo, eran tan fuertes como su hermano), exclamó: 

-Vaya, John: tú llamas a Jane tu tercera hermana, pero no te comportas como si lo fuera. Bésala también. Y me empujó hacia él. Pensé que Diana era muy imprudente y me sentí desagradablemente turbada. John inclinó la cabeza, hasta poner sus griegas facciones a nivel de las mías. Sus ojos escrutaron mis ojos, y me besó. No creo que exista nada parecido al beso de un mármol o de un trozo de hielo, mas me atrevo, con todo, a decir que el beso de mi eclesiástico pariente pertenecía a un género semejante. En todo caso, tuve la impresión de que me besaba por vía de ensayo, ya que luego me contempló como para comprobar el resultado. Ciertamente, no fue nada impresionante y estoy segura de que no me sonrojé. Sin embargo, aquello vino a ser el remache de mis cadenas. Desde entonces no prescindió nunca de repetir aquella ceremonia y la tranquila gravedad con que yo recibía su beso parecía tener cierto encanto para él. 

Cada vez deseaba más complacerle, pero también cada vez experimentaba más la sensación de que había de cambiar mis gustos, transformar mi naturaleza, modificar mis inclinaciones y forzarme a propósito hacia los que no sentía el menor apego. Él deseaba elevarme a una altura que yo no podía alcanzar y hacerme imitar modelos fuera de mis posibilidades. Tan imposible era aquello como igualar mis irregulares facciones a las suyas, perfectas, y sustituir mis ojos, de cambiantes tonalidades verdes, por los suyos, azules como el mar. 

Acaso, lector, imagines que yo había olvidado a Rochester en el curso de mi cambio de fortuna. Ni por un momento. Su recuerdo vivía en mí: no era una nube de estío que el sol disipa, ni una figura trazada en la arena, que borra el viento. No: su recuerdo era como un nombre grabado en un mármol, persistente en él mientras el mármol exista. Si su imagen me perseguía en Morton, también ahora, en mi lecho de Moor House, pensaba en él. 

En el curso de mi correspondencia con Briggs, el procurador, yo le había preguntado sobre la residencia actual y la salud de Rochester, pero Briggs, como John supusiera, ignoraba por completo tales extremos. Entonces escribí a Mrs. Fairfax preguntándole lo mismo, y contando con una rápida contestación. Grande fue mi asombro cuando pasaron quince días sin recibir noticias. 

Pero cuando las dos semanas se convirtieron en dos meses y el correo continuaba sin traerme carta alguna, me sentí presa de una ansiedad mortal. 

Volví a escribir, en la suposición de que mi primera carta no hubiera llegado. Mi esperanza se mantuvo varias semanas, y luego comenzó la tensión de antes. Ni una línea, ni una palabra. Cuando hubo transcurrido medio año sin noticias, mi esperanza murió y volví a sentirme entre sombras. 

No pude, pues, gozar de la magnífica primavera que nos rodeaba. Llegaba el verano. Diana, preocupada por mi salud, quería llevarme a alguna playa. John se opuso, alegando que yo no necesitaba distracción, sino ocupaciones, ya que mi vida estaba demasiado vacía, de lo cual deduje que se proponía llenar las lagunas que había en ella con más prolongadas sesiones de indostaní. Así era, y no pensé en resistirle ni hubiera conseguido resistir. 

Un día acudí a mis lecciones con menos voluntad que de costumbre. Hannah me había avisado por la mañana que había una carta para mí, y cuando fui a recogerla, cierta de que las noticias esperadas llegaban al fin, me encontré con una insulsa nota de Mr. Briggs. La amarga decepción me hizo verter lágrimas y después, mientras luchaba con los indescifrables caracteres y las floridas metáforas de un escritor indio, sentí humedecerse de nuevo mis ojos. 

John me llamó para que leyera. Al hacerlo se me entrecortaba la voz y los sollozos impedían oír mis palabras. En la habitación nos hallábamos él y yo solos. Diana estaba tocando en el salón grande y Mary paseaba por el jardín. Hacía un bello, soleado, claro y fresco día de mayo. 

Mi primo no pareció extrañar mi emoción, ni me preguntó los motivos, limitándose a decir: 

-Esperemos unos minutos, Jane, hasta que te tranquilices. 

Y mientras yo me entregaba a los paroxismos de mi dolor, él, sentado ante el pupitre, me contemplaba como un médico pueda contemplar las reacciones de un paciente. Después de dominar mis sollozos, enjugar mis lágrimas y murmurar que no me encontraba bien aquella mañana, reanudé la tarea y logré concluirla. John entonces, apartó su libro y el mío y dijo: 

-Vamos a dar un paseo, Jane.
-Bueno. Voy a llamar a Diana y a Mary.
-No. No quiero que me acompañe nadie más que tú. Arréglate, sal por la puerta de la 

cocina y toma el camino de Marsh Clen. Te alcanzaré enseguida.
Durante toda mi vida, yo no había sabido, ante los caracteres enérgicos y duros, tan 

distintos al mío, optar por el término medio, sino someterme del todo o rebelarme abiertamente. En mis relaciones con John siempre hasta entonces me había sometido, y sin deseo alguno de sublevarme, seguí sus instrucciones y, diez minutos después, caminaba a su lado por el abrupto sendero del valle. 

Soplaba desde los montes una brisa del Oeste, olorosa a juncos y brezos. El cielo era de un inmaculado azul. El río, lleno por las lluvias de primavera, fluía, sereno, en el fondo del valle, reflejando los dorados rayos del sol y los tonos de zafiro del firmamento. 

Dejamos el camino y avanzamos por un prado de hierba menuda, verde, esmaltada de minúsculas flores amarillas y blancas. 

-Quedémonos aquí -dijo John cuando alcanzamos la primera hilera de un batallón de rocas que guardaban una especie de paso que desembocaba cerca de una cascada. Más allá, la montaña aparecía desnuda de césped y flores y sólo malezas la vestían y riscos la adornaban. 

Me senté. John tomó también asiento a mi lado. Miró más allá del paso, contempló las aguas del río y luego volvió la vista al cielo sereno. Se quitó el sombrero, dejando que la brisa acariciase su cabello y besase sus sienes. Por la expresión de sus ojos se comprendía que estaba despidiéndose mentalmente de lo que le circundaba. 

-No volveré a ver esto más, sino en sueños -dijo-, cuando duerma a orillas del Ganges o de algún río más remoto aún. 

¡Extrañas palabras, que testimoniaban un extraño amor a su tierra natal! Durante media hora guardamos mutuo silencio. Al fin, él comenzó: 

-Jane: me voy dentro de seis semanas. Embarco en un navío que zarpa para la India el 20 de junio. 

-Dios te proteja, ya que lo haces a gloria suya -dije. -Sí -repuso-; ése es mi orgullo y mi alegría. Soy servidor de un señor infalible. No actúa bajo dirección humana, sujeto a las leyes imperfectas y a la errónea dirección de mis flacos semejantes. Mi rey, mi 

legislador, mi capitán es el Todopoderoso. Me asombra que los que me rodean no se alisten bajo el mismo estandarte, no se asocien a la misma empresa. 

-Todos no tienen tu energía. Sería una locura en el débil seguir los pasos del fuerte. 

-No pienso en los débiles: pienso en los que son dignos de la tarea y capaces de realizarla. 

-Pocos son y difíciles de encontrar. 

-Tienes razón. Por eso, cuando se encuentran, debe exhortárseles a que se unan al esfuerzo común, hacerles oír las palabras de Dios, ofrecerles un puesto entre los elegidos. 

-¿No crees que los aptos para esa labor se ofrecerían a ella espontáneamente si les llamara a ella la voz de su corazón? 

Sentí la impresión de que un sortilegio se abatía sobre mí y temblé al pensar que iba a oír las palabras fatales que ratificarían el hechizo. 

-¿Y qué dice la voz de tu corazón? -preguntó John. -Mi corazón permanece mudo, mudo... -respondí, estremecida. 

-Yo hablaré entonces por él. Jane: ven conmigo a la India para ser mi compañera y mi colaboradora. 

Los campos, el cielo, los montes giraron en torno mío. Me parecía escuchar una llamada del cielo, las palabras de un iluminado... Pero yo no era un apóstol, no podía atender la llamada. 

-¡John! -exclamé-. ¡Ten piedad de mí! 

Apelaba a la piedad de un hombre que, en cumplimiento de lo que creía su deber, no conocía la piedad ni el remordimiento. Continuó: 

-Dios y la naturaleza te han creado para ser la esposa de un misionero. No te han sido otorgadas dotes físicas, sino espirituales. No estás hecha para el amor, sino para la labor. Debes ser la esposa de un misionero, y serás la mía. Te reclamo, no en nombre de mi placer personal, sino en el de mi Soberano. 

-No sirvo para eso. No tengo vocación -dije. 

No se irritó. Tenía previstas las primeras objeciones. Se apoyó contra la roca que había a su espalda, cruzó los brazos y me miró con serenidad. Comprendí que estaba preparado para una oposición tenaz y dispuesto a vencerla. 

-La humildad, Jane, es la principal de las virtudes cristianas --dijo-. En tal sentido, haces bien en contestar que no sirves para eso. Pero ¿qué crees que hace falta para servir? ¿Quién de los que realmente han sido llamados por Dios se ha creído digno de la llamada? Yo, por ejemplo, no soy sino polvo y ceniza. Como San Pablo, me considero el mayor de los pecadores, pero la convicción de mi insignificancia personal no me aparta de la tarea. Dios es infinitamente bueno y poderoso y cuando elige un débil instrumento para una labor grandiosa, Él proveerá a lo que falte. Piensa como yo, Jane, y acertarás. 

-No estoy capacitada para una vida misionera. Nunca he estudiado los trabajos de las misiones. 

-En eso, por humilde que yo pueda ser, me cabe ayudarte. Te mostraré tu tarea, hora a hora, te ayudaré siempre que lo necesites. Eso sólo al principio, porque conozco tu capacidad y pronto serás tan apta como yo mismo y no necesitarás mi ayuda. 

-¿Mi capacidad? ¿Dónde está mi capacidad para tal empresa? Mientras me hablas, nada en mi interior me aconseja, ninguna luz me alumbra. Quisiera que comprendieses lo que pasa en mi alma en este momento en que tú me llamas a una tarea que yo no puedo desempeñar. 

-Escucha. Te he venido observando desde que nos conocimos, hace diez meses. Te he sometido a varias pruebas sin que lo notases. En la escuela de la aldea he observado 

que cumplías bien, puntual y eficazmente una tarea que no estaba en tus costumbres ni inclinaciones. La serenidad con que recibiste la noticia de que eras rica me hizo ver que no te tienta el afán de lucro. En la resuelta facilidad con que espontáneamente dividiste tus bienes en cuatro partes reconocí un alma que arde en la llama de la abnegación y el sacrificio. En la docilidad con que, al pedírtelo, abandonaste un estudio que te interesaba por otro que me interesaba a mí, en la asiduidad con que lo has seguido, en la energía que has puesto en vencer sus dificultades, he reconocido el complemento de tus méritos, Jane. Eres dócil, activa, desinteresada, leal, valerosa, constante, amable y heroica. Sí: puedo decírtelo sin reservas. Serías una insuperable directora de escuelas indias y la ayuda que me prestarías cerca de las mujeres de aquel país sería inapreciable. 

El círculo de hierro se estrechaba en torno mío. La persuasión avanzaba, lenta pero segura. Las últimas palabras de John comenzaban a hacerme ver como relativamente fácil el camino que antes me pareciera infranqueable. Mi tarea, antes difusa y problemática, se me figuraba más sencilla al adquirir una forma definida. Él esperaba una contestación. Le pedí que me dejara pensarlo quince minutos antes de arriesgar una respuesta. 

-Muy bien-dijo. Y, levantándose, se alejó a alguna distancia y se tendió sobre la hierba. 

«Soy capaz de hacer lo que él desea, lo reconozco -pensé-. Creo que mi vida, en el clima de la India, no sería larga. ¿Y entonces? Eso no le preocupaba a él. Cuando llegara mi hora, me exhortaría a aceptar, con calma y santidad, la voluntad de Dios. Eso es indudable. 

Yéndome de Inglaterra abandonaría un país que amo, pero vacío para mí, ya que Rochester no está en él, y aunque estuviera, nada variaría en mi vida. He de vivir sin Edward. Nada tan absurdo como esperar de día a día un imposible cambio de la situación que me permita reunirme con mi amado. Como John dice, debo buscarme otro interés y otra ocupación en la vida, y ¿hay alguna más digna que la que él me ofrece? ¿No es por sus nobles propósitos y sus sublimes consecuencias la más apropiada para llenar el vacío que dejan los afectos fracasados y las esperanzas rotas? Creo que debía decirle que sí y, sin embargo, temo... Al unirme a John, renuncio a la mitad de mí misma, a mi voluntad propia, y al ir a la India me condeno a una muerte prematura. Y ¿cómo se llenará el intervalo entre Inglaterra y la India y la tumba? ¡Me consta muy bien! La perspectiva es clara. Me constreñiré a complacer a John hasta que me duelan los huesos y los nervios me estallen, le complaceré hasta el máximo de sus esperanzas. Si me voy con él haré el sacrificio que desea, lo haré absolutamente, me ofreceré entera en aras de ese sacrificio. Él no me amará nunca, pero me aprobará. Yo le mostraré energías que no conoce, recursos que no sospecha. Sí: me cabe trabajar tanto como él lo haga. 

»Puedo, pues, acceder a lo que me pide, pero debo hacerme a mí propia una advertencia, y es que en él no he de esperar encontrar un corazón de esposo más que pudiera encontrarlo en esta roca que me apoyo. Me aprecia como un soldado aprecia una buena espada, y nada más. No siendo esposa suya, esto me es igual. Pero ¿he de auxiliarle a realizar sus planes y a poner sus cálculos en práctica mediante el matrimonio? ¿He de ostentar el anillo de casada, soportar todas las formas del amor, que -estoy segura- él observará escrupulosamente, y saber que el alma está ausente en todo eso? ¿Podría aceptar sus manifestaciones de cariño sabiendo que son sacrificios hechos en aras de sus principios? No: sería monstruoso aceptar tal marido. Podré acompañarle como su hermana, pero no como su esposa, y así voy a decírselo. » 

Le miré. Seguía tendido, como una columna derribada. Volvió la cabeza, se incorporó y vino a mi lado. -Estoy dispuesta a ir contigo a la India, pero conservando mi libertad. 

-Esa respuesta requiere aclaración. 

-Puesto que me has adoptado por hermana, continuaré siéndolo y te acompañaré como tal, sin casarnos. Meneó la cabeza. 

-Una fraternidad adoptiva no es viable en este caso. Si se tratase de una hermana de verdad, sí. Pero en nuestras circunstancias, o nuestra unión es consagrada por el matrimonio o no puede existir. Muchos obstáculos lo impiden. Considéralo un momento, tú que tienes buen sentido. 

Mi buen sentido no me decía sino que dos seres que no se aman no deben casarse. Se lo manifesté así, agregando: 

-John: te aprecio como a un hermano y tú a mí como a una hermana. Continuemos como hasta ahora. -Imposible -replicó él con energía-. Me has dicho que irás conmigo a la India, no lo olvides. -Condicionalmente. 

-Ya, ya... A lo principal -partir conmigo y cooperar a mis tareas- no objetas nada. Puesto que estás dispuesta a empuñar el arado no debes retirar la mano en virtud de consideraciones pequeñas. Sólo has de pensar en la grandiosidad de la labor, prescindiendo de tus deseos, inclinaciones, sentimientos y propósitos para consagrarte enteramente al servicio del Maestro. Necesitas en ello un colaborador, y ese ha de ser tu marido. Una hermana no me es necesaria: podría además llegar un día en que dejase de estar a mi lado. Necesito una mujer en quien yo pueda influir mientras viva y conservar a mi lado hasta la muerte. 

Me estremecí. Me parecía ya sentir aquella influencia sobre mí.
-Busca otra más idónea, John.
-Vuelvo a repetirte que no busco en ti la consorte, sino la misionera.
-Y puedes encontrarla en mí. Yo te daré todas mis energías, pero no mi persona. 

Para ti no es útil; déjame conservarla.
-No puedes ni debes. ¿Crees que sería grato a Dios un sacrificio a medias? Es la 

causa de Dios por la que abogo y bajo su bandera quiero alistarte. No puedo aceptar un enrolamiento de la mitad de su personalidad; ha de ser completo. 

-¡Oh! -contesté-. Dios cuenta ya con mi corazón. Tú no lo necesitas. 

No te aseguraría, lector, que yo no pusiera algo de reprimido sarcasmo en estas palabras. Hasta ahora había temido a John porque no acababa de entenderle. Pero en el curso de nuestra conversación de hoy había desvelado su carácter: veía sus debilidades y las comprendía. La arrogante figura que se sentaba ante mí no era sino un hombre cuya intransigencia y despotismo resultaban evidentes. El conocer sus defectos me dio valor. Siendo igual a mí, podía resistirle. 

Al oír mis últimas palabras permaneció silencioso, mirándome, como si quisiera decirme: «Eres sarcástica, y lo eres a mi costa. » 

-No debemos olvidar que estamos tratando un asunto grave -dijo al fin-. Puesto que ofrendas tu corazón a Dios, no necesito más. Desde ese momento dejarás de pensar en los hombres para pensar en el reino espiritual del Creador y sólo en Él encontrarás sosiego y delicia. Ello hará sólida nuestra unión moral y física, por encima de las pequeñas dificultades del sentimiento, sobre caprichos, ternuras y desdeñables inclinaciones personales. Tú acabarás hallando placer en nuestra unión. 

-¿Tú crees? -le dije. 

Y contemplé sus hermosas y armónicas facciones, imponentes en su severidad, sus cejas imperativas, sus ojos brillantes y profundos, sin dulzura alguna, su alta y majestuosa figura, y me imaginé siendo su mujer. ¡No, nunca lo sería! Podía ser su 

ayudante, su camarada, cruzar el océano a su lado, seguirle a los países que baña el sol de Oriente, a los desiertos asiáticos, admirar y emular su valor, su devoción y su energía, considerarle como cristiano, no como hombre, sufrir el dominio de su personalidad, pero conservando libres mi corazón y mi cerebro, reservando en los rincones de mi alma un lugar sólo mío, al que nunca él tuviera acceso y cuyos sentimientos no pudiera reprimir bajo su austeridad. Pero ser su mujer, permanecer siempre a su lado, vivir siempre sometida, constreñida, esforzándome en apagar la llama que me devoraba, me sería insoportable. 

-¡John! -exclamé al llegar a aquel punto de mis reflexiones.
-¿Qué? -repuso fríamente.
-Puedo ser tu compañera de misión, pero no tu mujer. No puedo casarme contigo ni 

pertenecerte.
-Es preciso que me pertenezcas -respondió-. ¿Cómo va un hombre que aún no ha

cumplido treinta años a llevarse a la India a una muchacha de diecinueve no siendo su esposa? ¿Cómo sería posible que viviésemos solos, incluso a veces entre tribus salvajes, no estando casados? 

-Podemos -repuse- como si fuera tu hermana, o simplemente un sacerdote compañero tuyo en la misión. -No puedo presentarte como hermana mía, porque no lo eres. Nos expondríamos a sospechas calumniosas. Además, aunque tengas la mentalidad de un hombre, tienes el corazón de una mujer y no puedes prescindir de ello. 

-Puedo -dije con desdén-. Tengo corazón de mujer, pero no para ti. Para ti tendré la constancia de una camarada, la franqueza de un soldado, la fidelidad y la fraternidad que desees, el respeto de un neófito hacia su hierofante. Pero nada más, no temas. 

-Eso es lo que quiero -dijo él, hablando para sí-. Es preciso eliminar todo obstáculo. Jane, no te arrepentirás de casarte conmigo. Es preciso que nos casemos. Repito que no hay otro medio, y está segura de que a nuestra unión seguirá un afecto que, aún en ese sentido, te la hará agradable. 

-Desprecio tu concepto del amor -dije, sin poderme contener, incorporándome y apoyando la espalda contra la roca-. Desprecio el falso amor que me ofreces y hasta te desprecio a ti, John, al ofrecérmelo así. 

Me miró fijamente, apretando los labios. No era posible discernir si se sentía furiosos o sorprendido, tal era el dominio que ejercía sobre su aspecto. 

-No hubiera esperado eso de ti -repuso-, ni creo haber hecho nada digno de desprecio. 

Me sentí afectada por su acento. 

-Perdóname estas palabras, John, pero tú tienes la culpa de que te haya hablado tan rudamente. Has introducido en nuestra charla un tema que será siempre la manzana de discordia entre nosotros: el tema del amor, del que cada uno tenemos una opinión opuesta. Querido primo, olvida tu proyecto de matrimonio. 

-No -contestó-, porque es un proyecto en el que pienso hace mucho y el único modo de realizar mis grandes propósitos. Pero por el momento no insisto. Mañana me voy a Cambridge, a despedirme de los amigos que tengo allí. Estaré fuera durante quince días. Reflexiona entretanto y no olvides que, si me rechazas, a quien rechazas no es a mí, sino a Dios. Por mi intermedio Él te ofrece una noble actividad, y para desempeñarla necesitas ser mi mujer. Al negarte te condenas a seguir un camino de egoísta calma y de ceguedad moral. Y en ese caso debes contarte en el número de los que han renegado de su fe y deben ser considerados peores que infieles. Se volvió y una vez más: 

Miró el monte, miró el río... 

De regreso a casa, juntos, yo leía perfectamente en su silencio lo que sentía hacia mí: la contrariedad de un temperamento austero y despótico que encuentra resistencia 

donde esperaba hallar sumisión, la desaprobación de un carácter frío e inflexible que encuentra sentimientos y puntos de vista con los que no puede simpatizar. En resumen: como hombre hubiera deseado reducirme a su obediencia, aunque como cristiano era paciente ante mi contumacia y me daba un largo plazo para reflexionar y arrepentirme. 

Aquella noche, después de besar a sus hermanas, ni siquiera me estrechó la mano y abandonó el cuarto en silencio. Yo, que aunque no le amaba, le apreciaba mucho, me sentí tan afectada, que las lágrimas brotaron de mis ojos. 

-Veo que has disputado con John durante vuestro paseo -dijo Diana-. Pero oye: está esperándote en el pasillo. Quiere rectificar. 

En tales circunstancias, no suelo ser orgullosa. Prefiero sentirme feliz que mantenerme altiva. Salí al pasillo y encontré a mi primo al pie de la escalera. 

-Buenas noches, John-dije.
-Buenas noches, Jane -contestó, con calma. -Estrechémonos la mano -añadí. ¡Qué fríamente oprimió mis dedos! Estaba disgustado por lo de aquel día, y ni le 

afectaba la cordialidad ni le conmovían las lágrimas. Ni aún a través de sonrisas y frases afectuosas cabía reconciliarse con él. No obstante, como cristiano era paciente y sereno, y así, cuando le pregunté si me perdonaba, replicó que nunca recordaba las ofensas que le hacían, y que no tenía por qué perdonarme puesto que yo no le había ofendido. 

Y tras estas palabras, se fue. Yo hubiera preferido casi que me golpeara a que observase una actitud tan fría.
XXXV 

No se fue a Cambridge al día siguiente, como dijera. Aplazó su marcha una semana, durante la cual me demostró cuán severamente puede un hombre bueno, pero rígido, castigar a quien le ha infligido una ofensa. Sin exteriorizar hostilidad, sin palabra alguna de violencia, supo acreditar de modo palpable cuánto había decaído yo en su opinión. 

No es que John albergase anticristianos sentimientos de rencor, no es que fuese capaz de tocar un cabello de mi cabeza, aunque ello le hubiera sido posible. Por inclinación y por principios, era opuesto a la venganza. Había perdonado mi injuria al decirle que le despreciaba a él y a su amor, pero no olvidaba las palabras ni las olvidaría mientras ambos viviésemos. Su aspecto me decía a las claras que estarían siempre grabadas en su alma, que flotarían en el aire entre él y yo y que las escucharía en mi voz siempre que le hablase. 

No dejaba de conversar conmigo y, como de costumbre, me llamaba todas las mañanas a su pupitre, pero yo notaba cómo lo que había de hombre en él gozaba, sin que su espíritu cristiano lo compartiese, en manifestar en todas sus frases y modales, aparentemente iguales que los de siempre, la falta de interés y aprobación que antes daban una especie de austero encanto a su severidad. Para mí se había convertido en mármol. Sus ojos eran piedra fría y azul, su lengua un mero e indispensable instrumento de conversación, y nada más. 

Todo ello constituía para mí una refinada tortura, una tortura que hacía arder íntimamente mi indignación. Comprendí que, si me hubiese casado con él, aquel hombre bueno y puro como el agua de un profundo manantial, me hubiese matado en poco tiempo sin verter una sola gota de mi sangre y sin que su conciencia, clara como el cristal, experimentase el más leve remordimiento. Lo comprendí, sobre todo, cuando intenté una reconciliación. Él no experimentaba compasión alguna, y ni le disgustaba el desacuerdo ni le agradaba el reconciliarse. Más de una vez mis lágrimas cayeron en la página sobre la que ambos estábamos inclinados, sin que le hiciesen más efecto que si su corazón hubiera sido de piedra o metal; sin embargo, con sus hermanas era más afectuoso que de costumbre, como para hacerme notar más vivamente el contraste. Estoy segura de que lo hacia así, no por maldad, sino por principio. 

La noche antes de marchar le encontré en el jardín, al oscurecer, y recordando que aquel hombre, por muy lejano que ahora se mantuviese respecto a mí, me había salvado la vida en una ocasión y era, además, mi primo, traté de recuperar su amistad. Me acerqué a él, que estaba junto a la verja, y le hablé: 

-John: siento mucho que estés disgustado conmigo todavía. Quedemos amigos. 

-Creo que lo somos -repuso, con frialdad. Y siguió contemplando la luna, que se alzaba en el horizonte, como lo hiciera hasta aquel momento. 

-No, John, no lo somos como debíamos. Ya lo sabes.
-¿No lo somos? ¡Qué raro! Por mi parte, deseo tu bien y no tu mal.
-Lo creo, porque no te considero capaz de desear mal a nadie, pero quisiera para mí 

una amistad más honda que esa afección general que haces extensiva a todos.
-Tu deseo es razonable -repuso- y disto mucho de considérate como una extraña. Lo dijo con tan helado tono, que me sentí mortificada. A seguir los impulsos de mi 

orgullo y mi cólera, me hubiese separado de él inmediatamente, pero algo en mi interior me lo impidió. Yo admiraba los principios y la inteligencia de mi primo. Me disgustaba perder su amistad, que apreciaba en mucho. No debía, pues, abandonar tan pronto el propósito de recobrarla. 

-¿Vamos a separarnos así, John? ¿Te separarías de mí, cuando vayas a la India, sin una palabra más amable que la de ahora? 

-¿Separarnos cuando vaya a la India? ¿No vas a acompañarme?
-Tú mismo has dicho que no, a menos que nos casemos.
-¿Y persistes en no casarte conmigo?
¿Has notado, lector, la impresión de horror que producen las heladas preguntas de 

las personas de carácter frío? Hay en ellas algo análogo al desprendimiento de un alud, a la rotura de un mar helado. 

-No, John, no me casaré contigo. Persisto en mi resolución.
-Vuelvo a preguntarte, no puedo evitarlo, que por qué rehúsas -dijo.
-Antes -repuse- te dije que porque no me amabas; ahora añado que porque me odias. 

Si me casara contigo, me matarías. Ya me estás matando ahora.
Sus labios y sus mejillas se pusieron blancos como la cera.
-¿Que te mataría y te estoy matando? Tus palabras son injustas y violentas, delatan 

un lamentable estado de ánimo, merecen severa censura y son inexcusables. Pero el hombre debe perdonar a su prójimo hasta setenta veces siete. 

Todo había terminado. Al tratar de borrar en aquel obstinado espíritu las huellas de la ofensa anterior, no había conseguido más que grabarlas a fuego. 

-Desde ahora me odiarás -dije-. Todo intento de reconciliación es inútil. Ya veo que me consideras una enemiga mortal. 

Aquello fue aún peor, porque era verdad. Vi contraerse sus labios y comprendí que había estimulado todavía más su ira. 

-Interpretas mal mis palabras -me apresuré a agregar, cogiéndole la mano-. No he querido ofenderte. Sonrió con amargura y retiró su mano de la mía. Tras una larga pausa, preguntó: 

-¿De modo que retiras tu promesa y no me acompañas a la India? 

-Sí, si lo deseas, como tu colaboradora -repuse. Siguió un prolongado silencio. No sé lo que pasaba en el alma de John. Singulares luces se encendían en sus ojos y extrañas sombras oscurecían su semblante. -Ya te he demostrado lo absurdo de que una mujer de tu edad acompañe a un hombre de la mía. Te lo probé de tal forma, que no creí que volvieras a aludir a ello. Lamento por ti lo que haces. 

Le interrumpí. El reproche que apreciaba en su voz me daba ánimos. 

-No digas tonterías, John. Pareces mostrarte asombrado de lo que te he dicho y en realidad no lo estás. No es posible que tu inteligencia no comprenda lo que quiero decirte. Estoy dispuesta a ser tu auxiliar, pero no tu mujer. 

Volvió a palidecer, pero como antes, supo contenerse y respondió con énfasis: 

-Un auxiliar de tu sexo, no siendo mi mujer, no me acompañará nunca. Conmigo, pues, no puedes ir. Pero si quieres, hablaré a un misionero casado cuya mujer necesita una ayudante. Gracias a tus bienes puedes ser independiente de la sociedad, y así evitarás la deshonra de faltar a tu promesa y desertar de la bandera en que te has alistado. 

Como sabe el lector, yo no había dado promesa alguna en firme ni alistándome bajo ninguna bandera. Tal lenguaje, en tal ocasión, me pareció harto violento y despótico. Repliqué: 

-No hay deshonra alguna, ni falta a promesa de ningún género, ni deserción de ninguna clase. No tengo obligación de ir a la India, y menos con personas extrañas. Podría haberme aventurado contigo a hacerlo, porque te admiro, confío en ti y te quiero como un hermano. Además, estoy segura de que, fuese con quien fuera, no viviría mucho en aquel clima. 

-¡Ah, temes por tu vida! -dijo apretando los labios. -Sí. Dios no me la dio para suicidarme y sospecho que si hiciera lo que deseas, casi equivaldría -a un suicidio. Y, finalmente, antes de irme de Inglaterra quisiera estar segura de que soy más útil en otro lugar que aquí. Es inútil entrar en explicaciones, pero hay un extremo que me ha hecho sufrir lo bastante para que desee cerciorarme de lo que existe-respecto a él antes de partir de Inglaterra. 

-Sé a lo que te refieres. Te interesas por una cosa ilegal y reprobable. Hace tiempo que debías haberla olvidado. ¿Te refieres a Rochester? 

Mi silencio confirmó su suposición. -Necesito saber lo que ha sido de él. 

-Entonces -dijo- sólo me queda rogar a Dios por ti para que no te apartes del sendero de la virtud. Creí haber hallado en ti a una de las elegidas. Pero Dios ve más lejos que nosotros, mortales. Hágase su voluntad. 

Abrió la verja, salió, se dirigió hacia el valle y se perdió de vista. 

Al entrar en el salón hallé a Diana mirando por la ventana, muy pensativa. Puso la mano en mi hombro -era mucho más alta que yo- y examinó mi semblante. 

-Jane -dijo-: estás pálida y agitada. Estoy segura de que pasa algo. Dime lo que tenéis entre manos John y tú. He pasado media hora mirándoos por la ventana. Perdona, pero hace tiempo que imagino no sé qué... ¡John es tan raro! 

Se detuvo y como yo no dijera nada, continuó: 

-Mi hermano debe de tener proyectos especiales respecto a ti, estoy segura. Te ha concedido una atención que nunca concede a nadie. ¿Qué es? Si estuviera enamorado de ti, me alegraría. ¿Es eso, Jane? 

-No es eso, Diana -repuse, poniendo su fresca mano sobre mi frente ardorosa. 

-Entonces, ¿por qué se pasa la vida mirándote y paseando a solas contigo? Mary y yo suponíamos que iba a proponerte... 

-En efecto; me ha pedido que fuera su mujer. -¡Lo que suponía! -exclamó Diana, juntando las manos-. ¿Te casarás con él, Jane? ¡Así se quedará en Inglaterra! 

-No, Diana. Casándose conmigo, lo haría para llevar a la India una colaboradora eficaz. 

-¡Cómo! ¿Pretende que le acompañes a la India? -Sí.

-¡Está loco! No vivirías allí ni tres meses. No lo hagas. No consientas. ¿Qué le has dicho, Jane? 

-Me he negado a casarme con él. -¿Se ha disgustado? 

-Sí; no me lo perdonará nunca, aunque le he ofrecido acompañarle como pudiera hacerlo una hermana. -Sería una locura. La tarea es fatigosa y tú débil. John pide imposibles, y no dejaría de exigírtelos allí. Desgraciadamente, según he notado, eres incapaz de negarte a nada que él te pida. Me maravilla que hayas tenido valor para rehusar. ¿No le quieres, Jane? -Para marido, no. 

-Es un buen mozo, sin embargo. 

-Y yo soy fea, ya lo ves. No haríamos buena pareja. -¿Fea? ¡Al contrario! Eres muy bonita, demasiado para encerrarte en Calculta. 

E insistió en que desechase todo pensamiento de acompañar a su hermano. 

-Así será -dije-, porque cuando le he expresado mi deseo de servirle de auxiliar ha manifestado su disgusto por lo que considera una falta de decoro. Cree que le propongo una cosa incorrecta ofreciéndome a seguirle sin casarnos. ¡Como si yo no le hubiese considerado siempre como un hermano! 

-¿Por qué dices que no te quiere? 

-Me gustaría que él mismo te lo explicara. Asegura que no desea una compañera para su satisfacción, sino para el servicios de la obra a que se consagra. Afirma que yo estoy hecha para la labor y no para el amor, lo que sin duda es verdad. Pero en mi opinión, si no estoy hecha para el amor, no lo estoy tampoco para el matrimonio. ¿No sería una extravagancia, Diana, encadenarse de por vida a un hombre que sólo la considera a una como un instrumento útil? 

-Sería insoportable, absurdo, fuera de lugar. 

-No obstante -continué-, si me casara con él admito la posibilidad de amarle de un modo especial y torturador, porque es' inteligente y a veces en su aspecto, maneras y palabras hay cierta grandeza heroica. Y en tal caso, yo sería indeciblemente desdichada. No desea que le ame y si le demostrara algún sentimiento, me diría que era una cosa superflua, innecesaria para él e inoportuna en mí. Me consta. 

-¡Y el caso es que John es bueno! -dijo Diana. -Bueno y elevado, pero indiferente a los derechos y los sentimientos de las gentes pequeñas cuando se trata de alcanzar sus vastas miras. Pero los insignificantes, es mejor no mezclarnos en su camino... Mira: ahí viene. Te dejo, Diana. 

Y subí las escaleras mientras él entraba en el jardín. Hube de verle durante la cena. Él se mostró tan sereno como de costumbre. Yo temía que me hablase con aspereza o que insistiera en sus proyectos. Me equivoqué en ambas suposiciones. Me habló con la cortesía de costumbre. Sin duda había invocado la ayuda divina para dominar el disgusto que yo le causara y me había perdonado una vez más. Al leer las plegarias de la noche, eligió el capítulo veintiuno de la Revelación. Era muy agradable escucharle. Jamás su voz resultaba más armoniosa que cuando brotaban de sus labios las frases de la Biblia, jamás sus modales eran tan impresionantes en su noble simplicidad como cuando hacía escuchar los oráculos de Dios. Nunca su voz sonó más solemne que aquella noche en que, en el salón de su casa, mientras la luz de una clara luna de mayo penetraba a través de los visillos de la ventana, él, inclinado sobre la vieja Biblia, leía las promesas de Dios a los hombres, ofreciendo enjugar todas sus lágrimas, evitarles para siempre la muerte, el mal y el dolor. 

Las palabras siguientes me impresionaron, tanto por su contenido como por la casi imperceptible alteración de la voz de John y porque observé que, al leer, sus ojos se volvían hacia mí: 

«...y el incrédulo irá al lago de fuego y azufre, que es la segunda muerte...». Comprendí que tal era la suerte futura que John me suponía reservada. 

Terminada la plegaria, nos despedimos de él, que debía partir muy temprano de mañana. Diana y Mary, una vez que le hubieron besado, salieron del aposento. Yo le tendí la mano y le deseé un feliz viaje.

-Gracias, Jane -repuso-. Volveré de Cambridge dentro de quince días. Te doy ese tiempo para que reflexiones. Si atendiese la voz del orgullo humano, no insistiría en que te casaras conmigo, pero sólo oigo la de mi deber, que me manda hacer todas las cosas para gloria de Dios. Mi Maestro soportó mucho; también yo lo soportaré. Quiero darte, mientras pueda ser, una última posibilidad de salvación. Te ofrezco la posibilidad de elegir entre lo mejor y lo peor. 

Y mientras hablaba, puso la mano sobre mi cabeza. No ofrecía, ciertamente, el aspecto de un enamorado acariciando a su amada, sino de un pastor guiando a una oveja descarriada o de un ángel de la guarda custodiando el alma que está a su cargo. Todo hombre de talento, posea sentimientos o no, sea déspota, ambicioso o lo que fuere, siempre que lo sea con sinceridad, tiene momentos sublimes. Experimenté admiración hacia John y por un momento me sentí tentada a dejar de resistirle, a dejarme arrastrar por el torrente de su voluntad hacia la corriente de su existencia y mezclarme con ella. Estaba procediendo con él casi tan duramente como, en distinto sentido, procediera antes con otro. Ambas veces obraba neciamente. Antes había cometido un error de principios y ahora cometía un error de apreciación. Así pensaba yo en aquel momento, pero ahora, pasado el tiempo, reconozco que cuando obré como una necia fue en aquel momento precisamente. 

Permanecí inmóvil bajo su contacto. Olvidé mis negativas, mis temores. Lo imposible -mi casamiento con John- comenzó a parecerme posible. Todo había cambiado de pronto: la religión me llamaba, los ángeles me conducían, Dios me daba una orden. Ante mí parecía disiparse la vida, abrirse las puertas de la muerte y mostrarme más allá la eternidad. ¡E iba a sacrificarlo todo, en el corto tiempo de un segundo, a la felicidad terrenal! El cuarto me parecía lleno de extrañas visiones. 

-¿Te decides ahora? -preguntó, con gentileza, atrayéndome suavemente hacia sí. ¡Oh, qué fuerza había en su amabilidad! Yo podría resistir a John airado, pero amable era irresistible para mí. 

-Me decidiría -repuse- si estuviera segura de que es voluntad divina que me case contigo. Entonces lo haría ahora mismo, pasara después lo que pasase. 

-¡Mis oraciones han sido escuchadas! -exclamó John. 

Oprimió mi cabeza con su mano, como si me reclamase, y su brazo ciñó mi cintura, casi como si me amara. Y digo casi, porque bien sabía yo, al hacerlo, no pensaba en el amor y sí sólo en el deber. En cuanto a mí, sentíame sinceramente inclinada a realizar lo que ya consideraba acertado, a seguir el camino que me condujera al cielo. Estaba más excitada que lo estuviera nunca. El lector juzgará si lo que siguió fue o no efecto de mi excitación. 

La casa estaba en silencio, porque todos, menos John y yo, debían de haberse acostado. La bujía se había extinguido y la luz de la luna inundaba la estancia. Yo oía los apresurados latidos de mi propio corazón. Súbitamente, experimenté una sensación extraña, que hizo temblar mi cuerpo de pies a cabeza. No fue precisamente como una descarga eléctrica, sino algo agudo, extraño, estimulante, que despertó mis sentidos cual si hasta entonces hubiesen permanecido aletargados. Permanecí con ojos y oídos atentos, sintiendo un temblor que penetraba mi carne hasta la médula. 

-¡Jane! ¿Qué has visto, qué has oído? -preguntó John.
Yo no veía nada, pero percibí claramente una voz que murmuraba: -¡Jane, Jane, Jane! No oí más.
-¡Oh, Dios mío! ¿Qué es esto? -balbucí. 

En vez de qué, debía haber preguntado dónde, porque ciertamente no sonaba ni en el cuarto, ni encima de mí. Y sin embargo era una voz, una voz inconfundible, una voz adorada, la voz de Edward Fairfax Rochester, hablando con una expresión de agonía y dolor infinitos, penetrantes, urgentes. 

-¡Voy! -grité-. ¡Espérame! ¡Voy, voy!
Corría a la puerta y miré el pasillo: estaba en sombras. Salí al jardín: estaba vacío. -¿Dónde estás? -exclamé.
Las montañas devolvieron el eco de mi pregunta y oí repetir: ¿Dónde estás? El 

viento silbaba entre los pinos y todo era en torno soledad y silencio.
«¡Silencio, superstición! -dije para mí-. Aquí no hay engaño, no hay brujería, no hay 

milagro. Es el instinto lo que obra en mí.»
Me separé de John, que me había seguido y trataba de detenerme. Aquel era el 

momento de que yo reaccionara. Mis facultades estaban en tensión. Le prohibí que me preguntase nada y agregué que deseaba que me dejase sola. Obedeció. Cuando se tiene energía para ordenar nunca se es desobedecido. Subí a mi alcoba, caí de rodillas y oré a mi modo, muy diferente del de mi primo, pero no por ello menos ferviente. Me parecía que un poderoso espíritu me penetraba y, agradecida, me postré a sus pies. Me incorporé, con una resolución adoptada, y me acosté, esperando el siguiente día. XXXVI 

Llegó el día y me levanté. Empleé un par de horas en ordenar las cosas de mi cuarto tal como deseaba dejarlas durante la breve ausencia que iba a realizar. Sentí a John salir de su alcoba y pararse ante la mía. Temí que llamara, pero se limitó a deslizar un papel bajo la puerta. Lo cogí y leí estas palabras: 

«Me dejaste ayer de repente, antes de haber tomado en definitiva la decisión de empuñar la cruz cristiana y ceñirte la corona de los ángeles. Espero tu determinación final cuando vuelva, dentro de quince días. Rogaré para que no caigas en la tentación. Tu alma es fuerte, pero tu carne es débil. Sí; no dejaré de rogar por ti.Tuyo, John. » 

«Mi alma -respondí mentalmente- es bastante fuerte para hacer lo que debo y confío en que mi carne lo sea bastante para cumplir la voluntad divina una vez que me parezca evidente. Y confío, en fin, en que bastarán una y otra para disipar las nubes en que estoy envuelta y distinguir, al cabo, la luz del sol.» 

Estábamos a primeros de junio, pero la mañana era desapacible y fría. La lluvia azotaba mi ventana. A través de los cristales vi a John atravesar el jardín. Se dirigió por los brumosos campos hacia Whitcross, donde tomaría la diligencia. 

»Dentro de pocas horas seguiré por ese camino, primo -pensé-. Como tú tomaré una diligencia y veré si me queda algo que hacer en Inglaterra antes de abandonarla para siempre.» 

Faltaban dos horas para el desayuno. En el intervalo paseé por mi alcoba, recordando la sensación que experimentara la noche antes, la voz que oyera... ¿Dónde había sonado? En mí, sin duda, no en lo que me rodeaba. ¿Había sido una mera ilusión? Sobrevino en mí como el terremoto que conmoviera los cimientos de la prisión de Pablo y Silas, abriendo las puertas de la celda en que yacía mi alma y despertándola de su letargo. 

«Puesto que por carta -medité, resumiendo mis pensamientos- no puedo saber nada de aquel cuya voz creí oír anoche, una gestión personal me permitirá averiguarlo.» 

Mientras desayunábamos, anuncié a Diana y Mary que iba a hacer un viaje y estaría ausente lo menos cuatro días. 

-¿Vas sola, Jane?
-Sí. Quiero tener noticias de un amigo de quien no sé nada hace tiempo. 

Podían haberme preguntado qué amigo era, ya que yo solía afirmar que no tenía otros que ellas, pero con su innata delicadeza se abstuvieron de preguntarme nada. Diana me preguntó si me encontraba en condiciones de viajar, ya que le parecía verme muy pálida. Contesté que nada tenía, sino inquietud, y que esperaba calmarla con aquel viaje. 

Observando que no deseaba por el momento entrar en detalles sobre mis planes, guardaron un discreto y amable silencio, dejándome en la libertad de acción en que, en caso análogo, yo les hubiera dejado a ellas. 

Salí de Moor House a las tres de la tarde y hacia las cuatro me hallaba en Whitcross, esperando la diligencia que debía llevarme al distante Thornfield. En el silencio profundo de los caminos desiertos y las solitarias montañas, oí acercarse al coche cuando aún estaba muy lejos. Era el vehículo que, un año atrás, me dejara en aquel mismo lugar en plena desolación y desesperanza. Esta vez no tenía que entregar toda mi fortuna como precio del pasaje. Hice seña de que la diligencia parara, se detuvo y, una vez en marcha, me pareció ser la paloma mensajera que vuela del palomar. 

El viaje duró treinta y seis horas. Salí de Whitcross la tarde de un martes y en la mañana del jueves el coche se detuvo, para que bebiesen los caballos, ante una posada en medio de campos verdes e idílicas colinas que contrastaban con el áspero escenario de las montañas norteñas que acababa de abandonar. Reconocí el aspecto de aquel paisaje, como si viese un rostro conocido. 

-¿Está Thornfield muy lejos de aquí? -pregunté al posadero.
-Dos millas a campo traviesa, señorita.
«El viaje ha concluido», pensé. Me apeé, dejé mi equipaje en la posada, anunciando 

que volvería a buscarlo, pagué el pasaje, gratifiqué al cochero y el carruaje partió. El sol arrancaba destellos de la muestra de la posada, en cuyas doradas letras leí: A las armas de Rochester. Mi corazón latió con premura. Me hallaba ya en los dominios de mi amado. Luego un pensamiento amargo me invadió: «Acaso él hubiese cruzado el canal de la Mancha, acaso no estuviese en Thornfield, acaso valiera más pedir informes al posadero.» 

Temía, sin embargo, alguna mala noticia y no me resolvía a preguntar, ya que prolongar la duda era prolongar la esperanza. 

Ante mí se extendían los campos que cruzara el día de mi fuga. Los recorrí de prisa, contemplando el familiar panorama, los bosques, los árboles, las praderas y las colinas. Remonté, al fin, la ladera. Sobre mi cabeza volaban las cornejas. Un graznido quebró el silencio de la mañana. Crucé un prado, seguí un sendero y me hallé ante las tapias del patio. Aún no podía distinguir la casa. «Quiero verla por su fachada -pensé-, contemplar el espectáculo de sus almenares, la ventana de mi amado. Acaso esté asomado a ella - ¡madruga tanto!- o bien pasee ante la puerta o por el huerto. ¡Oh, deseo verle, un instante siquiera! ¿Seré tan loca que corra hacia él? No puedo asegurarlo, no sé... ¿Y si él -¡bendito sea!corre hacia mí? ¡Ah! ¿Quién sabe si a estas horas está contemplando la salida del sol en los Pirineos o sobre los tranquilos mares del Mediodía...?» 

Di la vuelta a la tapia del huerto. Allí había un portillo que permitía entrar desde la pradera, entre dos pilares coronados por bolas de piedra. Ocultándome tras uno de los pilares podía observar la casa sin ser vista. Adelanté la cabeza con cautela, para comprobar si las ventanas de algún dormitorio estaban abiertas ya. Todo - fachada, ventanas, almenas-, quedaba desde allí al alcance de mis ojos. 

Si las cornejas que volaban sobre mi cabeza me hubieran examinado, habríanme visto hacer mis observaciones, primero recelosa y tímida, más tarde atrevida, al fin despreocupada. Y seguramente hubieran pensado: «¡Qué afectada desconfianza primero y qué necia confianza ahora!» 

Esto, lector, tiene su explicación. La ilustraré con un ejemplo: 

Un enamorado divisa a su amante dormida en el césped y desea contemplarla de cerca sin interrumpir su sueño. Avanza, cauteloso; se para creyendo que ella se mueve; se retira, temiendo que la vea... Pero todo está tranquilo y entonces vuelve a avanzar. Se inclina sobre ella lentamente, gozando de antemano con la visión de la belleza que va a admirar. Y de pronto se sobresalta, se precipita, sujeta fuertemente entre sus brazos a la que un momento antes no osaba tocar con un dedo. Pronuncia su nombre a gritos, la mira con desesperación. ¡Porque ella no puede contestarle! El enamorado había creído dormida a su amada y la encuentra fría e inmóvil como una piedra. 

Yo buscaba con temerosa alegría una majestuosa casa y encontraba una calcinada ruina. 

Era innecesario ocultarme tras una columna, lanzar ojeadas a las ventanas, escuchar ruidos de puertas o de pasos en la explanada. Porque la explanada estaba desierta y la fachada era, como ya la viera una vez en sueños, una sola pared, alta y frágil, agujereada por ventanas sin cristales, tras las que no quedaba nada. No había techo, ni almenas, ni chimeneas. Todo se hallaba destruido. 

En torno reinaba un silencio de muerte, una soledad de desierto. 

Ya no extrañaba que mis cartas no obtuviesen respuesta, porque era como escribir a los quietos moradores de una tumba. Las ennegrecidas piedras del edificio decían cómo éste se había derrumbado: por un incendio. Pero ¿cómo? ¿Cuál era la historia de aquella catástrofe? ¿Qué pérdidas, además de las piedras, mármoles y maderas habían acontecido? ¿Había muerto alguno? ¿Y quién? Terrible pregunta a que no me cabía contestar... 

Rondando en torno a los derribados muros, comprobé que el siniestro debía haber sucedido tiempo atrás, porque entre las ruinas brotaba ya una vegetación silvestre: hierbas y musgos que crecían entre las piedras y las vigas partidas. ¿Dónde estaba el desgraciado propietario de aquella ruina? ¿En qué tierras y en qué estado se encontraba? Mis ojos se dirigieron hacia la no lejana iglesia y me pregunté si no yacería, con el antiguo Damer de Rochester, en su angosta morada de mármol. 

Era preciso obtener respuesta a mis preguntas. Volví a la posada y cuando el posadero me trajo el desayuno le rogué que se sentase, cerrara y contestase a un asunto sobre el que deseaba interrogarle. Pero casi no sabía cómo empezar, temiendo las contestaciones que iba a oír, a pesar de que la desolación de Thornfield me preparaba para los más funestos relatos. 

-¿Conoce usted Thornfield Hall? -pregunté, al fin, al hostelero, hombre ya maduro, de buena apariencia. -Sí, señorita. He vivido allí. 

-¿Sí? -y pensaba que ello no había sucedido en mi época, porque me era desconocido. 

-Fui el mayordomo del difunto Mr. Rochester -añadió.
¡El difunto! Al fin había recibido el golpe que tanto temía.
-¿Ha muerto? -balbucí.
-Quiero decir el padre del actual Mr. Rochester -exclamó.
Respiré. Estaba segura de que mi Edward vivía gracias a aquel breve, «el actual Mr. 

Rochester». Puesto que él vivía, aún podría escuchar lo más terrible con tranquilidad relativa. Ya que no estaba en la tumba, oiría con tranquilidad decir incluso que se hallaba en las antípodas. 

-¿Reside ahora Mr. Rochester en Thornfield? -pregunté, conociendo de antemano la respuesta, pero deseosa de aplazar lo posible las noticias que me dieran. 

-No, señorita. Nadie vive allí. Supongo que es usted forastera, puesto que no sabe lo que ocurrió el pasado otoño. Thornfield Hall está en ruinas; fue destruido por un 

incendio. ¡Un desastre, porque apenas pudo salvarse nada! El incendio estalló de noche y antes de que llegasen las bombas de Millcote la casa era ya un inmenso brasero. Fue un horrible espectáculo, se lo aseguró. 

-¡De noche! -murmuré. Era la hora en que sucedían todas las calamidades en Thornfield. Añadí: -¿Se sabe cómo se produjo el incendio? 

-Se supone, señorita. O mejor dicho, se sabe con certeza. Acaso ignora usted - prosiguió, acercando su silla a la mesa y hablando en voz baja- que en la casa había encerrada una señora que estaba... loca. 

-Oí decir algo de eso. 

-La guardaban con riguroso secreto, así que durante muchos años la gente no estaba segura de que esa señora existiera, aunque se rumoreaba que sí. Desde luego, no se sabía quién era. Se decía que Mr. Edward la había traído del extranjero y se suponía que era su querida. Pero hace un año sucedió una cosa extraña, muy extraña. 

Temiendo que me contase mi propia historia, insistí en lo principal:
-¿Y esa señora?
-¡Esa señora resultó ser la esposa de Mr. Rochester! Se supo de un modo muy raro. 

Había en la casa una joven institutriz, y Mr. Rochester...
-Bien, pero ¿y el incendio?
-Ahora, ahora. Mr. Rochester se enamoró de ella. Los criados dicen que nunca han 

visto a nadie tan enamorado como él. Lo observaban, claro... ¡Ya sabe usted lo que es la servidumbre! Ella era muy jovencita, casi una niña. No la he visto nunca, pero Leah, que la apreciaba, me ha hablado con frecuencia de ella. Mr. Rochester tenía unos cuarenta años y esa señorita menos de veinte, y cuando caballeros de esa edad se enamoran de muchachas, casi se atontan... En fin; él quiso casarse con la joven... 

-Esa parte de la historia cuéntemela luego -dije-. Ahora tengo especiales razones para enterarme de lo del incendio. ¿Se supone que la loca intervino en él? 

-Es seguro, señorita, que ella y no otra persona fue quien lo causó. Tenía una mujer que la custodiaba, Grace Poole, una persona muy buena y muy escrupulosa. 

Pero tenía un defecto común a niñeras y sirvientas de esa clase, y es que guardaba en su cuarto una botella de ginebra y apuraba frecuentes tragos. Es comprensible, porque llevaba una vida poco agradable y tenía que consolarse de algún modo, pero el caso es que, cuando Grace se dormía después de beber su ginebra con agua, la señora loca, que era astuta como una bruja, le sacaba las llaves del bolsillo y erraba por la casa haciendo todo el mal que se le venía a la cabeza. Se dice que una noche incendió la cama de su marido, pero de eso no sé nada a punto fijo. En fin, para acabar: una noche prendió fuego a los tapices del cuarto contiguo al suyo, y luego bajó al de la institutriz que estaba afortunadamente, vacío, porque la joven se había ido dos meses antes. Mr. Rochester la había buscado como si fuese la cosa más preciosa del mundo, pero no supo nada de ella. Desde entonces, el disgusto le hizo huraño, casi salvaje. Envió a Mrs. Fairfax, su ama de llaves, con su familia, aunque portándose bien con ella, porque le señaló una pensión fija. La Fairfax era muy buena mujer. Adèle, una niña que Mr. Edward había recogido, fue enviada al colegio. Rompió toda relación con sus amigos y quedó en la sala como un ermitaño. 

-¿No se fue de Inglaterra? 

-¡Bendito sea Dios! No. No salía de casa, excepto por las noches. Entonces erraba por el huerto como un alma en pena. Parecía loco, y mi corazón es que lo estaba, porque nunca había sido así antes de que esa mosquita muerta la institutriz se cruzara en su camino. No bebía ni jugaba y, aunque no era un hombre gallardo, era tan cabal como el primero. Yo le he tratado de niño. ¡Figúrese si le conozco! ¡Ojalá esa Miss Eyre se hubiese ahogado en el mar antes de venir a Thornfield! 

-¿Estaba en casa Mr. Rochester cuando se declaró el incendio? 

-Sí, estaba. Subió en seguida al piso alto para despertar a los criados, y luego fue a sacar a la loca de su celda. Pero ella se hallaba en el tejado, en pie, agitando los brazos y gritando de un modo que se la oía en una milla a la redonda. Yo mismo la vi y la oí. Era una mujer corpulenta, de cabello negro, que flotaba iluminado por las llamas. Yo vi, y los demás vieron, a Mr. Rochester subir al tejado y gritar: «¡Bertha!» Entonces ella dio un salto y se estrelló contra el suelo. 

-¿Murió?
-Murió. Se rompió la cabeza contra las piedras de la explanada.
-¡Dios mío!
-Fue horrible, señorita. -Y después, ¿qué pasó?
Después, señorita, la casa ardió hasta los cimientos, y no han quedado en pie más 

que algunos lienzos de pared.
-¿Hubo alguna víctima más?
-No; pero hubiera valido más que la hubiese. -¿Por qué?
-¡Pobre Mr. Edward! -exclamó el posadero-. ¡Quién me hubiera dicho que había de 

verle así! Hay quien afirma que ha sido un justo castigo por mantener secreto su matrimonio y tratar de casarse con otra cuando su primera mujer vivía, pero yo le compadezco. -Pero ¿vive? -insistí. 

-Vive ¡Más le hubiera valido perder la vida! -¿Qué le pasa? ¿Está en Inglaterra? -Está, está, y no creo que en el estado en que se halla pueda ir a sitio alguno. ¡Qué tortura! ¡Y aquel hombre parecía dispuesto a prolongarla!
-Está ciego -dijo, al fin-. ¡Ciego, el pobre Mr. Edward! 

Yo había temido algo peor aún: que estuviera loco. Haciendo un esfuerzo pude preguntar a mi interlocutor cómo había sucedido aquella desgracia. 

-Mr. Rochester era valeroso; no quiso salir hasta que todos lo hubieran hecho. Cuando, después de la muerte de su esposa, bajaba la escalera, después que los demás, el edificio se derrumbó. Se extrajo a Mr. Rochester de las ruinas, vivo, pero mal herido. Una viga había caído de modo que le protegió en parte. Sin embargo, había perdido un ojo y tenía una mano tan estropeada que Mr. Carter, el médico, hubo de amputársela inmediatamente. Acabó perdiendo también la vista del otro ojo sano. Así que ahora está ciego e inválido. 

-¿Dónde vive? 

-En Ferndean, una casa de campo que posee a treinta millas de aquí. Un sitio desolado, solitario. -¿Quién le acompaña? 

-El anciano John y su mujer. Mr. Edward está completamente aniquilado, según ellos dicen. 

-¿Tiene usted algún medio de transporte? -Sí, señora; una excelente silla de posta. 

-Mande engancharla en seguida y si su cochero puede llevarme a Ferndean antes de que anochezca, les pagaré, a él y a usted, el doble de la tarifa habitual

Última modificación: sábado, 1 de diciembre de 2018, 13:58