V
Aún no acababan de dar las cinco de la mañana del 19 de enero cuando Bessie entró 

en mi cuarto con una vela en la mano y me encontró ya preparada y vestida. Estaba levantada desde media hora antes y me había lavado y vestido a la luz de la luna, que entraba por las estrechas ventanas de mi alcoba. Me marchaba aquel día en un coche que pasaría por la puerta a las seis de la mañana. En la casa no se había levantado nadie más que Bessie. Había encendido el fuego en el cuarto de jugar y estaba preparando mi desayuno. Hay pocos niños que tengan ganas de comer cuando están a punto de emprender un viaje y a mí me sucedió lo que a todos. Bessie, después de instarme inútilmente a que tomase algunas cucharadas de sopa de leche, envolvió algunos bizcochos en un papel y los guardó en mi saquito de viaje. Luego me puso el sombrero y el abrigo, se envolvió ella en un mantón y las dos salimos de la estancia. Al pasar junto al dormitorio de mi tía, me dijo: 

-¿Quiere usted entrar para despedirse de la señora? -No, Bessie. La tía fue a mi cuarto anoche y me dijo que cuando saliera no era necesario que la despertase, ni tampoco a mis primos. Luego me aseguró que tuviera en cuenta siempre que ella era mi mejor amiga y que debía decírselo a todo el mundo. 

-¿Y qué contestó usted, señorita?
-Nada. Me tapé la cara con las sábanas y me volví hacia la pared.
-Eso no está bien, señorita.
-Sí está bien, Bessie. Mi tía no es mi amiga: es mi enemiga.
-¡No diga eso, Miss Jane! Cruzamos la puerta. Yo exclamé: -¡Adiós, Gateshead! Aún brillaba la luna y reinaba la oscuridad. Bessie llevaba una linterna cuya luz 

oscilaba sobre la arena del camino, húmeda por la nieve recién fundida. El amanecer invernal era crudo; helaba. Mis dientes castañeteaban, aterida de frío. 

En el pabellón de la portería brillaba una luz. La mujer del portero estaba encendiendo la lumbre. Mi equipaje se hallaba a la puerta. Lo había sacado de casa la noche anterior. A los cinco o seis minutos sentimos a lo lejos el ruido de un coche. Me asomé y vi las luces de los faroles avanzando entre las tinieblas. 

-¿Se va sola? -preguntó la mujer. -Sí. 

¿Hay mucha distancia? -Cincuenta millas.
-¡Qué lejos! ¡No sé cómo la señora la deja hacer sola un viaje tan largo!
El coche, tirado por cuatro caballos, iba cargado de pasajeros. Se detuvo ante la 

puerta. El encargado y el cochero nos metieron prisa. Mi equipaje fue izado sobre el techo. Me separaron del cuello de Bessie, a quien estaba cubriendo de besos. 

-¡Tenga mucho cuidado de la niña! -dijo Bessie al encargado del coche cuando éste me acomodaba en el interior. 

-¡Sí, sí! -contestó él.
La portezuela se cerró, una voz exclamó: «¡Listos!», y el carruaje empezó a rodar. Así me separé de Bessie y de Gateshead rumbo a las que a mí me parecían entonces 

regiones desconocidas y misteriosas.
Recuerdo muy poco de aquel viaje. El día me pareció de una duración sobrenatural 

y tuve la impresión de haber rodado cientos de millas por la carretera. Atravesamos varias poblaciones y en una de ellas, muy grande, el coche se detuvo y se desengancharon los caballos. Los viajeros se apearon para comer. El encargado me llevó al interior de una posada con el mismo objeto, pero como yo no tenía apetito, se fue, dejándome en una inmensa sala de cuyo techo pendía un enorme candelabro y en lo alto de una de cuyas paredes había una especie de galería donde se apilaban varios instrumentos de música. Permanecí allí largo rato, sintiendo un angustioso temor de que viniese alguien y me secuestrara. Yo creía firmemente en la existencia de los secuestradores de niños, ya que tales personajes figuraban con gran frecuencia en los cuentos de Bessie. Al fin vinieron a buscarme, mi protector me colocó en mi asiento, subió al suyo, tocó la trompa y el coche comenzó a rodar sobre la calle empedrada de L... 

La tarde era sombría y nublada. Llegaba el crepúsculo. Yo comprendía que debíamos estar muy lejos de Gateshead. El panorama cambiaba. Ya no atravesábamos ciudades; grandes montañas grises cerraban el horizonte, y al oscurecer descendimos a un valle poblado de bosque. Luego se hizo noche del todo, y yo oía silbar lúgubremente el viento entre los árboles. 

Arrullada por el sonido, me dormí. Me desperté al cesar el movimiento del vehículo. Vi por la ventanilla una puerta cochera abierta y en ella, iluminada por los faroles, una persona que me pareció ser una criada. 

-¿No viene aquí una niña llamada Jane Eyre? -preguntó.
-Sí -repuse.
Me sacaron, bajaron mi equipaje, y el coche volvió inmediatamente a ponerse en

marcha.
Ya en la casa, procuré, ante todo, calentar al fuego mis dedos agarrotados por el frío, 

y luego lancé una ojeada a mi alrededor. No había ninguna luz encendida, pero a la vacilante claridad de la chimenea se distinguían, a intervalos, paredes empapeladas, alfombras, cortinas y brillantes muebles de caoba. Aquel salón no era tan espléndido como el de Gateshead, pero sí bastante lujoso. Mientras intentaba descifrar lo que representaba un cuadro colgado en el muro, la puerta se abrió y entró una persona llevando una luz y seguida de cerca por otra. 

La primera era una señora alta, de negro cabello, negros ojos y blanca y despejada frente. Su aspecto era grave, su figura erguida. Iba medio envuelta en un chal. 

-Es muy pequeña para dormir sola -dijo al verme, mientras ponía la luz sobre una mesa. 

Me miró atentamente durante unos minutos y agregó: 

-Valdrá más que se acueste pronto, parece muy fatigada. ¿Estás cansada, verdad? - me preguntó, colocando una mano sobre mi hombro-. Y seguramente tendrás apetito. 

Dele algo de comer antes de acostarla, Miss Miller. ¿Es la primera vez que te separas de tus padres, niña? 

Le contesté que no tenía padres, y me preguntó cuánto tiempo hacía que habían muerto. Después se informó de mi edad y de si sabía leer y escribir, me acarició la mejilla afectuosamente y me despidió, diciendo: 

-Confío en que seas obediente y buena. 

La señora que había hablado representaba unos veintinueve años. La que ahora me conducía, y a la que la otra llamara Miller, parecía más joven. La primera me impresionó por su aspecto y su voz. Esta otra era más ordinaria, más rubicunda, muy apresurada en su modo de andar y en sus actos, como quien tiene entre sus manos múltiples cosas. Me pareció desde luego lo que más tarde averigüé que era: una profesora auxiliar. 

Guiada por ella recorrí los pasillos y estancias de un edificio grande e irregular, a cuyo extremo, saliendo por fin del profundo y casi temeroso silencio que reinaba en el resto de la casa, escuché el murmullo de muchas voces, y entré en un cuarto muy grande, en cada uno de cuyos extremos había dos mesas alumbradas cada una por dos bujías. 

Alrededor de las mesas estaban sentadas en bancos muchas muchachas de todas las edades, desde los nueve o diez años hasta los veinte. A primera vista me parecieron innumerables, aunque en realidad no pasaban de ochenta. Todas vestían una ropa de idéntico corte y de color pardo. Era la hora de estudio, se hallaban enfrascadas en aprender sus lecciones del día siguiente, y el murmullo que yo sintiera era el resultado de las voces de todas ellas repitiendo sus lecciones a la vez. 

Miss Miller me señaló asiento en un banco próximo a la puerta y luego, situándose en el centro de la habitación, gritó: 

-¡Instructoras: recojan los libros! 

Cuatro muchachas de elevada estatura se pusieron en pie y recorrieron las mesas recogiendo los libros.-Miss Miller dio otra voz de mando: 

-¡Instructoras: traigan las bandejas de la comida! Las cuatro muchachas altas salieron y regresaron portando una bandeja cada una. En cada bandeja había porciones de algo que no pude observar lo que era y, además, un jarro de agua y un vaso. 

Las instructoras circularon por el salón. Cada muchacha cogía de la bandeja una de aquellas porciones y, si quería beber, lo hacía en el vaso de todas. Yo tuve que beber, porque me sentía sedienta, pero no comí lo que, según pude ver entonces, era una delgada torta de avena partida en pedazos. 

Terminada la colación, Miss Miller leyó las oraciones y las escolares subieron las escaleras formadas de dos en dos. Ya estaba tan muerta de cansancio, que no me di cuenta siquiera de cómo era el dormitorio, salvo que, como el cuarto de estudio, me pareció muy grande. Aquella noche dormí con Miss Miller, quien me ayudó a desnudarme. Luego lancé una mirada a la larga fila de lechos, en cada uno de los cuales había dos muchachas. Diez minutos más tarde, la única luz del dormitorio se apagaba y yo me dormí. 

La noche pasó deprisa. Yo estaba tan cansada, que no soñé nada. Sólo una vez creí oír bramar el viento con furia y escuchar la caída del agua de una catarata. Me desperté: era Miss Miller, que dormía a mi lado. Cuando volví a abrir los ojos, sentí tocar una ronca campana. Aún no era de día y el dormitorio estaba iluminado por una o dos lamparillas. Tardé algo en levantarme, porque hacía un frío agudo y, cuando al fin me vestí, tuve que compartir el lavabo con otras seis muchachas, lo que no hubiera ocurrido de haberme levantado antes. 

Volvió a sonar la campana y las alumnas se alinearon y bajaron las escaleras por parejas. Entramos en el frío cuarto de estudio. Miss Miller leyó las plegarias de la mañana y ordenó luego: 

-Fórmense por clases. 

A continuación siguió un alboroto de varios minutos, durante los cuales Miss Miller no cesaba de repetir: «¡Orden! ¡Silencio!» Cuando el tumulto cesó, vi que las muchachas se habían agrupado en cuatro semicírculos, colocados frente a cuatro sillas situadas ante cuatro mesas. Todas las alumnas tenían un libro en la mano, y en cada mesa, ante la silla vacía, había un libro grande, como una Biblia. Siguió un silencio. Después comenzó a circular el vago rumor que se produce siempre que hay una muchedumbre reunida. Miss Miller recorrió los grupos acallando aquel reprimido murmullo. 

Sonó otra campana e inmediatamente, tres mujeres entraron y se instalaron cada una en uno de los tres asientos vacíos. Miss Miller se instaló en la cuarta silla vacante, la más cercana a la puerta y en torno a la cual estaban reunidas las niñas más pequeñas. Me llamaron a aquella clase y me colocaron detrás de todas. 

Se repitió la plegaria diaria y se leyeron varios capítulos de la Biblia, en lo que se invirtió más de una hora. Cuando acabó aquel ejercicio, era día claro. La infatigable campana sonó por cuarta vez. Yo me sentía encantada ante la perspectiva de comer alguna cosa. Estaba desmayada, ya que el día anterior apenas había probado bocado. 

El refectorio era una sala grande, baja de techo y sombría. En dos largas mesas humeaban recipientes llenos de algo que, con gran disgusto mío, estaba lejos de despedir un olor atractivo. Una general manifestación de descontento se produjo al llegar a nuestras narices aquel perfume. Las muchachas mayores, las de la primera clase, murmuraron: 

-¡Es indignante! ¡Otra vez el potaje quemado! -¡Silencio! -barbotó una voz. 

No era la de Miss Miller, sino la de una de las profesoras superiores, que se sentaba a la cabecera de una de las mesas. Era menuda, morena y vestida con elegancia, pero tenía un aspecto indefiniblemente desagradable. Una segunda mujer, más gruesa que aquélla, presidía la otra mesa. Busqué en vano a la señora de la noche anterior: no estaba visible. Miss Miller se sentó al extremo de la mesa en que yo estaba instalada, y una mujer de apariencia extranjera -la profesora francesa- se acomodó al extremo de la otra. 

Se rezó una larga plegaria, se cantó un himno, luego una criada trajo té para las profesoras y comenzó el desayuno. 

Devoré las dos o tres primeras cucharadas sin preocuparme del sabor, pero casi enseguida me interrumpí sintiendo una profunda náusea. El potaje quemado sabe casi tan mal como las patatas podridas. Ni aun el hambre más aguda puede con ello. Las cucharas se movían lentamente, todas las muchachas probaban la comida y la dejaban después de inútiles esfuerzos para deglutirla. Terminó el almuerzo sin que ninguna hubiese almorzado y, después de rezar la oración de gracias correspondiente a la comida que no se había comido, evacuamos el comedor. Yo fui de las últimas en salir y vi que una de las profesoras probaba una cucharada de potaje, hacía un gesto de asco y miraba a las demás. Todas parecían disgustadas. Una de ellas, la gruesa, murmuró: 

-¡Qué porquería! ¡Es vergonzoso! 

Pasó un cuarto de hora antes de que se reanudasen las lecciones y, entretanto, reinó en el salón de estudio un grandísimo tumulto. En aquel intervalo se permitía hablar más alto y con más libertad, y todas se aprovechaban de tal derecho. Toda la conversación giró en torno al desayuno, el cual mereció unánimes censuras. ¡Era el único consuelo que tenían las pobres muchachas! En el salón no había ahora otra maestra que Miss 

Miller, y un grupo de chicas de las mayores la rodeó hablándola con seriedad. El nombre de Mr. Brocklehurst sonó en algunos labios, y Miss Miller movió la cabeza reprobatoriamente, pero no hizo grandes esfuerzos para contener la general protesta. Sin duda la compartía. 

Un reloj dio las nueve. Miss Miller se separó del grupo que la rodeaba y, situándose en medio de la sala, exclamó: 

-¡Silencio! ¡Siéntense! 

La disciplina se impuso. En cinco minutos el alboroto se convirtió en orden y un relativo silencio sucedió a la anterior confusión, casi babeliana. Las maestras superiores recuperaron sus puestos. Parecía esperarse algo. Las ochenta muchachas permanecían inmóviles, rígidas, todas iguales, con sus cabellos peinados lisos sobre las orejas, sin rizo alguno visible, vestidas de ropas oscuras, con un cuello estrecho y con un bolsillo grande en la parte delantera del uniforme (bolsillo que estaba destinado a hacer las veces de cesto de costura). Una veintena de alumnas eran muchachas muy mayores o, mejor dicho, mujeres ya formadas, y aquel extraño atuendo oscuro daba un aspecto ingrato incluso a las más bonitas de entre ellas. 

Yo las contemplaba a todas y de vez en cuando dirigía también miradas a las maestras. Ninguna de éstas me gustaba: la gorda era un poco ordinaria, la morena un poco desagradable, la extranjera un poco grotesca. En cuanto a la pobre señorita Miller, ¡era tan rubicunda, estaba tan curtida por el sol, parecía tan agobiada de trabajo! 

Mientras mis ojos erraban de unas a otras, todas las clases, como impulsadas por un resorte, se pusieron en pie simultáneamente. 

¿Qué sucedía? Yo estaba perpleja. No había oído dar orden alguna. Antes de que saliese de mi asombro, todas las alumnas volvieron a sentarse y sus miradas se concentraron en un punto determinado. Miré también hacia él y vi entrar a la persona que me recibiera la noche anterior. Se había parado en el otro extremo del salón, junto al fuego (había una chimenea en cada extremo de la sala) y contemplaba, grave y silenciosa, las dos filas de muchachas. 

Miss Miller se aproximó a ella, le dirigió una pregunta y, después de recibir la contestación, volvió a su sitio y ordenó:

-Instructora de la primera clase: saque las esferas. Mientras la orden se ponía en práctica, la recién llegada avanzó a lo largo de la sala. Aún me acuerdo de la admiración con que seguía cada uno de sus pasos. Vista a la luz del día aparecía alta, bella y arrogante. Sus ojos oscuros, de serena mirada, sombreados por pestañas largas y finas, realzaban la blancura de su despejada frente. Sus cabellos formaban rizos sobre las sienes, según la moda de entonces, y llevaba un vestido de tela encarnada con una especie de orla de terciopelo negro, a la española. Sobre su corpiño brillaba un reloj de oro (en aquella época los relojes eran un objeto poco común). Si añadimos a este retrato unas facciones finas y un cutis pálido y suave, tendremos, en pocas y claras palabras, una idea del aspecto exterior de Miss Temple, ya que se llamaba María Temple, como supe después al ver escrito su nombre en un libro de oraciones que me entregaron para ir a la iglesia. 

La inspectora del colegio de Lowood (pues aquel era el cargo que ocupaba) se sentó ante dos esferas que trajeron y colocaron sobre una mesa, y comenzó a dar la primera clase, una lección de geografía. Entretanto, las otras maestras llamaron a las alumnas de los grados inferiores, y durante una hora se estudió historia, gramática, etcétera. Luego siguieron escritura y aritmética y, finalmente, Miss Temple enseñó música a varias de las alumnas de más edad. La duración de las lecciones se marcaba por el reloj. Cuando dieron las doce, la inspectora se levantó: 

-Tengo que hablar dos palabras a las alumnas -dijo. 

El tumulto consecutivo al fin de las lecciones iba ya a comenzar, pero al sonar la voz de la inspectora, se calmó. 

-Esta mañana les han dado un desayuno que no han podido comer. Deben ustedes estar hambrientas. He ordenado que se sirva a todas un bocadillo de pan y queso. Esto se hace bajo mi responsabilidad -aclaró la inspectora. 

Y en seguida salió de la sala. 

El queso y el pan fueron distribuidos inmediatamente, con gran satisfacción de las pupilas. Luego se dio la orden de «¡Al jardín!» Cada una se puso un sombrero de paja ordinaria con cintas de algodón, y una capita gris. A mí me equiparon con idénticas prendas y, siguiendo la corriente general, salí al aire libre. 

El jardín era grande. Estaba rodeado de tapias tan altas que impedían toda mirada del exterior. Una galería cubierta corría a lo largo de uno de los muros. Entre dos anchos caminos había un espacio dividido en pequeñas parcelas, cada una de las cuales estaba destinada a una alumna, a fin de que cultivase flores en ella. Aquello debía de ser muy lindo cuando estuviera lleno de flores, pero entonces nos hallábamos a fines de enero y todo tenía un triste color parduzco. El día era muy malo para jugar a cielo descubierto. No llovía, pero una amarillenta y penetrante neblina lo envolvía todo, y los pies se hundían en el suelo mojado. Las chicas más animosas y robustas se entregaban, sin embargo, a ejercicios activos, pero las menos vigorosas se refugiaron en la galería para guarecerse y calentarse. La densa niebla penetró tras ellas. Yo oía de vez en cuando el sonido de una tos cavernosa. 

Ninguna me había hecho caso, ni yo había hablado a ninguna, pero como estaba acostumbrada a la soledad, no me sentía muy disgustada. Me apoyé contra una pilastra de la galería, me envolví en mi capa y, procurando olvidar el frío que se sentía y el hambre que aún me hostigaba, me entregué a mis reflexiones harto confusas para que merezcan ser recordadas. Yo no me daba apenas cuenta de mi situación. Gateshead y mi vida anterior me parecían flotar a infinita distancia, el presente era aún vago y extraño, y no podía conjeturar nada sobre el porvenir. Contemplé el jardín y la casa. Era un vasto edificio, la mitad del cual aparecía grisáceo y viejo y la otra mitad completamente nuevo. Esta parte estaba salpicada de ventanas enrejadas y columnadas que daban a la construcción un aspecto monástico. En aquella parte del edificio se hallaban el salón de estudio y el dormitorio. En una lápida colocada sobre la puerta se leía esta inscripción: 

«Institución Lowood. Parcialmente reconstruida por Naomi Brocklehurst, de Brocklehurst Hall, sito en este condado.» -«ilumínanos, Señor, para que podamos conocerte y glorificar a tu Padre, que está en los Cielos.» (San Mateo, versículo 16.) 

Yo leí y releí tales frases, consciente de que debían tener alguna significación y de que entre las primeras palabras y el versículo de la Santa Escritura citado a continuación debía existir una relación estrecha. Estaba intentando descubrir esta relación, cuando oí otra vez la tos de antes y, volviéndome, vi que la que tosía era una niña sentada cerca de mí sobre un asiento de piedra. Leía atentamente un libro, cuyo título, Rasselas, me pareció extraño y, por tanto, atractivo. 

Al ir a pasar una hoja, me miró casualmente y, entonces, la interpelé:
-¿Es interesante ese libro?
Y ya había formado en mi interior la decisión de pedirle que me lo prestase alguna 

vez.
-A mí me gusta -repuso, después de contemplarme durante algunos instantes.
-¿De qué trata? -continué.
Aquel modo de abordarla era contrario a mis costumbres, pero verla entregada a tal 

ocupación hizo vibrar las cuerdas de mi simpatía; a mí también me gustaba mucho leer, 

si bien sólo las cosas infantiles, porque las lecturas más serias y profundas me resultaban incomprensibles. 

-Puedes verlo -contestó, ofreciéndome el tomo. 

Un breve examen me convenció de que el texto era menos interesante que el título, al menos desde el punto de vista de mis gustos personales, porque allí no se veía nada de hadas, ni de gnomos, ni otras cosas similares y atrayentes. Le devolví el libro y ella, sin decir nada, reanudó su lectura: 

Volví a hablarle: 

-¿Qué quiere decir esa piedra de encima de la puerta? ¿Qué es la Institución Lowood? 

-Esta casa en que has venido a vivir.
-¿Y por qué se llama institución? ¿Es diferente a otras escuelas?
-Es una institución semibenéfica. Tú y yo, y todas las que estamos aquí, somos niñas 

pobres. Supongo que tú eres huérfana. -Sí. 

-¿De padre o de madre?
-No tengo padre ni madre. Los dos murieron antes de que yo pudiera conocerles. -Pues aquí todas las niñas son huérfanas de padre o madre, o de los dos, y por eso 

esto se llama institución benéfica para niñas huérfanas.
-¿Es que no pagamos nada? ¿Nos mantienen de balde?
-No. Nuestros parientes pagan quince libras al año. -Entonces, ¿cómo se llama una 

institución semibenéfica?
-Porque quince libras no bastan para cubrir los gastos y vivimos gracias a los que se 

suscriben con dádivas fijas.
-¿Y quiénes se suscriben?
-Señoras y caballeros generosos de los contornos y de Londres.
-¿Quién era Naomi Brocklehurst?
-La señora que reconstruyó la parte nueva de la casa. Es su hijo quién manda ahora 

en todo esto. -¿Por qué?
-Porque es el tesorero y director del establecimiento.
-¿De modo que la casa no pertenece a esa señora alta que lleva un reloj y que mandó 

que nos diesen pan y queso?
-¿Miss Temple? ¡No! Sería mejor, pero no... Ella tiene que responder ante Mr. 

Brocklehurst de todo lo que hace. Es él quien compra la comida y la ropa para nosotras. -¿Vive aquí? 

-No. A dos millas de distancia, en un palacio muy grande.
-¿Es bueno ese señor?
-Dicen que hace muchas caridades. Es sacerdote1. -¿Y la señora alta es Miss 

Temple? -Sí. 

-¿Y las otras profesoras? 

-La de las mejillas encarnadas es Miss Smith, y está encargada de las labores. Ella corta nuestros vestidos. Nosotras nos hacemos todo lo que llevamos. La bajita del pelo negro es Miss Scartched: enseña historia y gramática y está encargada de la segunda clase. La del chal y el bolsillo atado a la cintura con una cinta amarilla se llama Madame Pierrot. Es francesa y enseña francés. -¿Son buenas las maestras? -Sí, bastante buenas. 

-¿Te gusta la del pelo negro y la señora... esa francesa? ¡No puedo pronunciar su nombre! 

-Miss Scartched es un poco violenta. Debes procurar no molestarla. Madame Pierrot no es mala persona. -Pero Miss Temple es mejor que todas, ¿no? -Miss Temple es muy buena y muy inteligente. Por eso manda en las demás. 

-¿Llevas mucho tiempo aquí? -Dos años.
-¿Eres huérfana? -No tengo madre. -¿Eres feliz aquí?
-¡Cuántas preguntas! Yo creo que ya te he dado bastantes contestaciones por ahora. 

Déjame leer.
Pero en aquel momento tocaron a comer y todas entramos en la casa. El aroma que

ahora llegaba del refectorio no era mucho más apetitoso que el del desayuno. La comida estaba servida en dos grandes recipientes de hojalata y de ellos se exhalaba un fuerte olor a manteca rancia. Aquel rancho se componía de patatas insípidas y de trozos de carne pasada, cocido todo a la vez. A cada alumna se le sirvió una ración relativamente abundante. Yo comí lo que me fue posible, y me consternó pensar en que la comida de todos los días pudiera ser siempre igual. 

Inmediatamente después de comer volvimos al salón de estudios y las lecciones se reanudaron y prosiguieron hasta las cinco de la tarde. 

El único incidente digno de mención consistió en que la muchacha con quien yo charlaba en la galería fue castigada por Miss Scartched, mientras daba clase de historia, a salir al centro del salón y permanecer allí en pie. 

El castigo me pareció muy afrentoso, particularmente para una muchacha de trece años o más, como representaba tener. Creí que daría muestras de nerviosidad o vergüenza, pero con gran asombro mío, ni siquiera se ruborizó. Permaneció impertérrita y seria en medio del salón, sirviendo de blanco a todas las miradas. 

«¿Cómo podrá estar tan serena? -pensaba yo-. Si me hallase en su lugar, creo que desearía que la tierra se abriese y me tragase. Sin embargo, ella mira como si no pensara en que está castigada, como si no pensase siquiera en lo demás que la rodea. He oído decir que hay quien sueña despierto. ¿Será que está soñando despierta? Tiene la mirada fija en el suelo, pero estoy segura de que no lo ve. Parece que mirara dentro de sí. A lo mejor está recordando cosas de antes y no se da cuenta de lo que le pasa ahora... ¡Qué niña tan rara! No se puede saber si es mala o buena.» 

Poco después de las cinco hicimos otra comida, consistente en una taza de café y media rebanada de pan moreno. Comí el pan y bebí el café con deleite, pero hubiera tomado mucho más de ambas cosas. Seguía hambrienta. 

Luego tuvimos otra media hora de recreo. Después volvimos al estudio, más tarde nos dieron el vaso de agua y el pedazo de torta de avena, y al fin nos acostamos. Así transcurrió el primer día de mi estancia en Lowood. 

VI
El día siguiente comenzó como el anterior, pero con la novedad de que tuvimos que 

prescindir de lavarnos. El tiempo había cambiado durante la noche y un frío viento del Nordeste que se filtraba por las rendijas de las ventanas de nuestro dormitorio había helado el agua en los recipientes. 

Durante la hora y media consagrada a oraciones y a lecturas de la Biblia me creí a punto de morir de frío. El desayuno llegó al fin. Hoy no estaba quemado, pero en cambio era muy poco. Yo hubiera comido doble cantidad. 

Durante aquel día fui incorporada formalmente a la cuarta clase y me fueron asignadas tareas y ocupaciones como a las demás. Dejaba, pues, de ser espectadora para convertirme en actriz en la escena de Lowood. Como no estaba acostumbrada a aprender de memoria las lecciones, al principio me parecieron difíciles y largas y pasar frecuentemente de unos temas a otros me aturdía, así que me sentí aliviada cuando, a las 

tres, Miss Smith me entregó una franja de muselina de dos varas de largo, aguja, dedal, etc., y me envió a un rincón de la sala con instrucciones sobre lo que debía ejecutar. Casi todas las demás muchachas cosían también, pero había algunas agrupadas alrededor de Miss Scartched y se podían, pues, oír sus explicaciones sobre la lección, así como sus reprensiones, de las que se deducía qué muchachas eran objeto de su animadversión. Comprobé que lo era más que ninguna la niña con quien yo trabara conversación en la galería. La clase era de historia de Inglaterra. Mi conocida, que al principio estaba en primera fila, al final de la lección se hallaba detrás de todas, pero aun allí la profesora la perseguía con sus amonestaciones: 

-Burns (aquel debía ser su apellido, porque allí a las niñas les llamaban por su apellido, como a los muchachos), no pongas los pies torcidos. Burns, no hagas este gesto. Burns, levanta la cabeza. Burns, no quiero verte en esa postura. 

Etcétera, etcétera. 

Después de haber leído dos veces la lección, se cerraron los libros y todas las muchachas fueron interrogadas. La lección comprendía parte del reinado de Carlos I y versaba esencialmente sobre portazgos, aduanas e impuestos marítimos, asuntos sobre los cuales la mayoría de las alumnas no supieron contestar. En cambio, Burns resolvía todas las dificultades. Había retenido en la memoria lo fundamental de la lectura y contestaba con facilidad a todo. Yo esperaba alguna frase encomiástica por parte de la profesora, pero en vez de ello, lo que oí fue esta inesperada increpación: 

-¡Oh, qué sucia eres! ¡No te has limpiado las uñas esta mañana!
Burns no contestó. Yo estaba asombrada de su silencio.
«¿Cómo no responderá -pensaba yo- que esta mañana no ha sido posible lavarse por 

estar el agua helada?» Miss Smith me llamó en aquel momento y me hizo varias preguntas sobre si había ido al colegio antes, si sabía bordar, hacer punto, etc. Por esta razón no pude seguir los movimientos de Miss Scartched; mas cuando volví a mi asiento, vi que ésta acababa de dar una orden que no entendí, pero a consecuencia de la cual Burns salió de la clase y volvió momentos después trayendo un haz de varillas de mimbre atadas por un extremo. Los entregó a la profesora con respetuosa cortesía, inclinó la cabeza y Miss Scartched, sin pronunciar una palabra, le descargó debajo de la nuca una docena de golpes con aquel haz. 

Ni una lágrima se desprendió de los ojos de Burns, ni un rasgo de sus facciones se alteró. Yo había suspendido la costura y contemplaba la escena con un profundo sentimiento de impotente angustia. 

-¡Qué niña tan empedernida! -exclamó la profesora-. No hay modo de corregirla. Quita eso de ahí. Burns obedeció y se llevó el instrumento de castigo. La miré cuando salía del cuarto donde se guardaban los libros. En aquel momento introducía su pañuelo en el bolsillo y en sus mejillas se veían huellas de lágrimas. La hora del juego durante la tarde me pareció el mejor momento del día. Era cuando nos daban el pan y el café que, si bien no satisfacían mi apetito, al menos me reanimaban. A aquellas horas la habitación estaba más caliente, ya que se encontraban encendidas las dos chimeneas, cuyos fulgores suplían en parte la falta de luz. El tumulto de aquella hora, las conversaciones que entonces se permitían, inspiraban una agradable sensación de libertad. 

De haber sido una niña que llegase allí procedente de un hogar feliz, probablemente aquella hora del día hubiera sido lo que me habría producido mayor sensación de soledad y la que más hubiera entristecido mi corazón. Pero dada mi situación peculiar, no me sucedía así. Asomada a los cristales de la ventana, oyendo rugir fuera el viento y contemplando la oscuridad, casi hubiera deseado que el viento sonase más lúgubre, que 

la oscuridad fuera más intensa y que el alboroto de las voces de las escolares se elevase de tono todavía más. 

Deslizándome entre las muchachas y pasando bajo las mesas, me acerqué a una de las chimeneas y allí encontré a Burns, silenciosa, abstraída, absorta en la lectura de su libro, que devoraba a la pálida claridad de las brasas medio apagadas de la lumbre. 

-¿Es el mismo? -le pregunté.
-Sí -dijo-. Precisamente lo estoy terminando.
Y, con gran satisfacción mía, lo terminó cinco minutos después. «Ahora podré 

hablarla», pensé.
Me senté en el suelo, a su lado. -¿Cómo te llamas, además de Burns? -Helen. -¿Eres de aquí?
-No. Soy de un pueblo del Norte, cerca de la frontera con Escocia.
-¿Piensas volver a él?
-Supongo que sí, pero nunca se sabe lo que puede ocurrir.
-Tendrías ganas de irte de Lowood, ¿verdad? -No. ¿Por qué? Me han enviado aquí 

para instruirme y no me sacarán hasta que eso esté conseguido. -Pero esa profesora, Miss Scartched, es muy cruel contigo. 

-¿Cruel? No. Es severa y no me perdona ninguna falta. 

-Si yo estuviera en tu lugar y me pegara con aquello con que te pegó, se lo arrancaría de la mano y se lo rompería en las narices. 

-Seguramente no harías nada de eso, pero si lo hicieras, el señor Brocklehurst te expulsaría del colegio y ello sería muy humillante para tu familia. Así que vale más aguantar con paciencia y guardarse esas cosas para una misma, de modo que la familia no se disguste. Además, la Biblia nos enseña a devolver bien por mal. 

-Pero es muy molesto que a una la azoten y que la saquen en medio del salón para avergonzarla ante todas. Yo, aunque soy más pequeña que tú, no lo aguantaría. 

-Debemos soportar con conformidad lo que nos reserva el destino. Es una muestra de debilidad decir «yo no soportaría esto o lo otro». 

La oía con asombro. No podía estar de acuerdo con aquella opinión. Me pareció que Helen Burns consideraba las cosas a una luz invisible para mis ojos. Sospechaba que acaso tuviese razón y yo no, pero no pudiendo averiguarlo de modo concreto, resolví aplazar las comparaciones entre nuestros conceptos respectivos para mejor ocasión. 

-Tú no cometes faltas. A mí me parece que eres una niña buena. 

-No debes juzgar por las apariencias. Miss Scartched tiene razón: dejo siempre las cosas revueltas, soy muy descuidada, olvido mis deberes, me pongo a leer cuando debía aprender las lecciones, no tengo método y, a veces, digo, como tú, que no puedo soportar las cosas sistemáticas. Todo eso le crispa los nervios a la profesora, que es muy ordenada, muy metódica y muy especial. 

-Y muy cruel -añadí.
Helen no debía estar de acuerdo conmigo. Guardó silencio.
-¿Miss Temple es tan severa contigo como Miss Scartched?
Al oír mencionar el nombre de la inspectora, una dulce sonrisa se pintó en el

semblante de Helen.
-Miss Temple es muy bondadosa y le duele ser severa hasta con las niñas más 

malas. Me indica, amablemente, los errores que cometo y, aunque haga algo digno de represión, siempre es tolerante conmigo. La prueba de que tenga malas inclinaciones es que, a pesar de su bondad y de lo razonablemente que me dice las cosas, no me corrijo y sigo siendo lo mismo: no atiendo a las lecciones. 

-¡Qué raro! -dije-. ¡Con lo fácil que es atender! -Para ti, sí. Te he observado hoy en clase y he visto la atención que ponías cuando Miss Miller explicaba la lección y te 

preguntaba. Pero a mí no me pasa eso. A veces, mientras la profesora está hablando, pierdo el hilo de lo que dice y caigo como en un sueño. Se me figura, a lo mejor, que estoy en Northumberland y que los ruidos que oigo son el rumor de un arroyuelo que corre próximo a nuestra casa. Cuando me doy cuenta de dónde estoy de veras, como no he oído nada, no sé qué contestar a lo que me preguntan. 

-Pero esta tarde has contestado bien a todo. 

-Por casualidad. Me interesaba el asunto de la lección que nos han leído. Hoy, en vez de pensar en Northumberland, pensaba en lo asombroso de que un hombre tan recto como Carlos I obrase tan injusta e imprudentemente en ciertas ocasiones, y en lo extraño de que una persona íntegra como él no viese más allá de sus derechos de monarca. Si hubiese sabido mirar más lejos hubiera comprendido lo que exigía eso que se llama el espíritu de los tiempos. Ya ves: yo admiro mucho a Carlos I. ¡Pobre rey, cómo lo asesinaron! Los que lo hicieron no tenían derecho a derramar su sangre. ¡Y se atrevieron a hacerlo! 

Helen hablaba en aquellos momentos como para sí, olvidando que yo no podía comprenderla, ya que ignoraba, o poco menos, todo lo que se refería a aquel asunto. 

Insistí en el tema primitivo.
-¿También te olvidas de la lección cuando te enseña Miss Temple?
-Casi nunca, porque Miss Temple tiene un modo muy particular de expresarse, dice 

cosas más interesantes que mis pensamientos y como lo que enseña y su conversación me gustan mucho, no puedo por menos de atenderla. 

-¿Así que eres buena con Miss Temple? 

-Sí: me dejo llevar por ella sin poner nada de mi parte, de modo que en ser buena no hay ningún mérito. -Sí lo hay. Eres buena con los que son buenos contigo. También a mí me parece ser buena así. Si todos obedeciéramos y fuéramos amables con los que son crueles e injustos, ellos no nos temerían nunca y serían más malos cada vez. Cuando nos pegan sin razón debemos devolver el golpe, para enseñar a los que lo hacen que no deben repetirlo. 

-Ya cambiarás de opinión cuando seas mayor. Ahora eres demasiado pequeña para comprenderlo. 

-No, Helen; yo creo que no debo tratar bien a los que se empeñan en tratarme mal y me parece que debo defenderme de los que me castigan sin razón. Eso es tan natural como querer a las que me demuestran cariño o aceptar los castigos que merezco. 

-Los paganos y los salvajes profesan esa doctrina, pero las personas civilizadas y cristianas, no. 

-¿Cómo que no? No te comprendo. 

-La violencia no es el mejor medio de vencer el odio, y la venganza no remedia las ofensas. -¿Entonces qué hay que hacer? 

-Lee el Nuevo Testamento y aprende lo que Cristo nos enseñó y cómo procedía, y procura imitarle. -¿Qué enseñaba Cristo? 

-Que hay que amar a nuestros enemigos, bendecir a los que nos maldicen y desear el bien de los que nos odian. 

-Entonces yo debo amar a mi tía y bendecir a su hijo John y eso me es imposible. 

Helen me preguntó entonces que a qué me refería y me apresuré a explicárselo todo, contándoselo a mi manera, sin reservas ni paliativos, sino tal como lo recordaba y lo sentía. 

Helen me escuchó con paciencia hasta el final. Yo esperaba que me diese su opinión, pero no comentó nada. -Bueno -dije-. ¿Qué te parece? ¿No es cierto que mi tía es una mujer malvada y que tiene un corazón muy duro? 

-Se ha portado mal contigo, sin duda, pero eso debe de ser porque no simpatiza con tu carácter, como le pasa a Miss Scartched con el mío... ¡Hay que ver con qué detalle recuerdas todo lo que te han hecho y te han dicho. ¡Cómo sientes lo mal que te han tratado! ¿No crees que serías más dichosa si procurases perdonar la severidad de tu tía? A mí me parece que la vida es demasiado corta para perderla en odios infantiles y en recuerdos de agravios. Es verdad que no hay que aguantar muchas cosas en este mundo, pero debemos pensar en el momento en que nuestro espíritu se desprenda de nuestro cuerpo y vuelva a Dios, que lo ha creado. Y entonces nuestra alma debe estar pura, porque ¿quién sabe si no será llamada a infundirse en un ser muy superior al hombre, en un ser celestial? Sería, en cambio, muy triste que un alma humana se convirtiera en alma de un demonio. ¡No quiero pensar en eso! Para que no suceda, hay que perdonar. Yo procuro distinguir al pecador del pecado. Odio el pecado y perdono al pecador, olvido los agravios que me hacen, y así vivo tranquila esperando el fin. 

Helen inclinó la cabeza. Comprendí que no deseaba seguir hablando, sino abstraerse en sus propios pensamientos. Pero no pudo hacerlo durante largo rato. Una instructora, una muchacha grande y tosca, se acercó y le dijo, con su rudo acento de Cumberland: 

-Helen Burns: si no pones en orden ahora mismo las labores y las cosas de tu cajón, iré a decírselo a Miss Scartched. 

Helen, arrancada a sus sueños, suspiró y se fue, sin dilación, a cumplir las órdenes de la instructora. 

VII
El primer trimestre de mi vida en Lowood me pareció tan largo como una edad del 

mundo, y no precisamente la Edad de Oro. Hube de esforzarme en vencer infinitas dificultades, en adaptarme a nuevas reglas de vida y en aplicarme a tareas que no había hecho nunca. El sentimiento de depresión moral que todo ello me causaba era mucho peor que las torturas físicas que me producía, y no, en verdad, porque éstas fueran pocas. 

Durante enero, febrero y parte de marzo, las nieves y los caminos impracticables nos confinaron entre los muros del jardín, que no traspasábamos más que para ir a la iglesia. 

Cada día pasábamos una hora al aire libre. Nuestras ropas eran insuficientes para defendernos del riguroso frío. No poseíamos botas y la nieve penetraba en nuestros zapatos y se derretía dentro de ellos. No usábamos guantes y teníamos las manos y los pies llenos de sabañones. Mis pies inflamados me hacían sufrir indeciblemente, en especial por las noches, cuando entraban en calor, y por las mañanas al volver a calzarme. 

La comida que nos daban era insuficiente a todas luces para nuestro apetito de niñas en pleno crecimiento. Las raciones parecían a propósito para un desganado convaleciente. De esto resultaba un abuso, y era que las mayores, en cuanto tenían oportunidad, procuraban saciar su hambre arrancando con amenazas su ración a las pequeñas. Más de una vez, después de haber tenido que distribuir el pan moreno que nos daban a las cinco, entre dos mayores que me lo exigían, tuve que ceder a una tercera la mitad de mi taza de café, y beberme el resto acompañado de las lágrimas silenciosas que el hambre y la imposibilidad de oponerme arrancaban a mis ojos. 

Durante el invierno, los días más terribles de todos eran los domingos. Teníamos que recorrer dos millas hasta la iglesia de Broéklebridge, en la que oficiaba nuestro director. Llegábamos heladas, entrábamos en el templo más helado aún y permanecíamos, paralizadas de frío, mientras duraban los Oficios religiosos. Como el colegio estaba demasiado lejos para ir a comer y regresar, se nos distribuía, en el 

intervalo entre los Oficios de la mañana y la tarde, una ración de pan y carne fría en la misma mezquina cantidad habitual de las comidas de los días laborables. 

Después de los Oficios de la tarde, tornábamos al colegio por un empinado camino barrido por los helados vientos que venían de las montañas del Norte, y tan fríos, que casi nos arrancaban la piel de la cara. 

Recuerdo a Miss Temple caminando con rapidez a lo largo de nuestras abatidas filas, envuelta en su capa a rayas que el viento hacía ondear, animándonos, dándonos ejemplo, excitándonos a seguir adelante «como esforzados soldados», según decía. Las otras pobres profesoras tenían bastante con animarse a sí mismas y no les quedaban energías para pensar en animar al prójimo. 

¡Qué agradable, al regresar, hubiera sido sentarse al lado del fuego! Pero esto a las pequeñas les estaba vedado: cada una de las chimeneas era inmediatamente rodeada por una doble hilera de muchachas mayores y las pequeñas habían de limitarse a intentar caldear sus ateridas manos metiéndolas bajo los delantales. 

A la hora del té nos daban doble ración de pan y un poco de manteca: era el extraordinario del domingo. Yo lograba, generalmente, reservarme la mitad de ello; el resto, invariablemente, tenía que repartirlo con las mayores. 

La tarde del domingo se empleaba en repetir de memoria el Catecismo y los capítulos cinco, seis y siete de San Mateo. Además, habíamos de escuchar un largo sermón leído por Miss Miller. En el curso de estas tareas, algunas de las niñas menores se dormían y eran castigadas a permanecer en pie en el centro del salón hasta que concluía la lectura. 

Mr. Brocklehurst no apareció por la escuela durante la mayor parte del mes en cuyo curso llegué al establecimiento. Sin duda continuaba con su amigo el arcediano. Su ausencia fue un alivio para mí. Sobra decir que tenía motivos para temer su llegada. Pero ésta, al fin, se produjo.

Una tarde (llevaba entonces tres semanas en Lowood), mientras me hallaba absorta en resolver en mi pizarra una larga cuenta, mis ojos, dirigidos al azar sobre una ventana, descubrieron a través de ella una figura que pasaba por el jardín en aquel instante. Casi instintivamente le reconocí y cuando, minutos después, las profesoras y alumnas se levantaron en masa, ya sabía yo que quien entraba a largas zancadas en el salón era el que en Gateshead me pareciera una columna negra y me causara tan desastrosa impresión: Mr. Brocklehurst, en persona, vestido con un sobretodo abotonado hasta el cuello. Se me figuró más alto, estrecho y rígido que nunca. 

Yo tenía -ya lo dije- mis motivos para temer su presencia: la promesa que hiciera a mi tía de poner a Miss Temple y a las maestras en autos de mis perversas inclinaciones. Se dirigió a Miss Temple y le habló. No me cabía duda de que estaba poniéndole en 

antecedentes de mi maldad y no separaba de ellos mis ojos ansiosos.
Sin embargo, lo primero que oí desde el sitio en que estaba sentada disipó, de 

momento, mis aprensiones. -Diga usted a Miss Smith que no he hecho la nota de las agujas que he comprado, pero que debe llevar la relación y tener en cuenta que sólo conviene entregar una a cada discípula. Si se les dieran más, tendrían menos cuidado y las perderían. Hay que preocuparse también del repaso de medias. La última vez que estuve aquí vi, tendidas, muchas que estaban llenas de agujeros. 

-Se seguirán sus órdenes, señor -dijo Miss Temple. -La lavandera me ha informado - siguió él- de que algunas de las niñas se mudan de camisa dos veces a la semana. Las reglas limitan las mudas a una semanal. 

-Lo explicaré, señor. Agnes y Catherine Johnstone fueron invitadas a tomar el té con algunos amigos en Lowton el jueves pasado y, por tratarse de eso, les permití ponerse camisas limpias. 

-Bien; por una vez puede pasar, pero procure que el caso no se repita a menudo. Hay otra cosa que me ha sorprendido. Al hacer cuentas con el ama de llaves, he visto que se había servido una ración extraordinaria de pan y queso durante la quincena pasada. ¿Cómo es eso? He mirado las disposiciones sobre extraordinarios y no he visto que se mencione para nada una ración suplementaria de tal clase. ¿Quién ha introducido semejante innovación? ¿Y con qué derecho? 

-Yo soy la responsable, señor -dijo Miss Temple. El pan y el queso se sirvieron un día en que el desayuno estaba tan mal preparado que ninguna alumna lo pudo comer. No me atreví a hacerlas esperar sin alimento hasta la hora de la comida. 

-Escúcheme un instante, señorita: usted sabe que mi plan educativo respecto a estas niñas consiste en no acostumbrarlas a hábitos de blandura y lujo, sino al contrario, en hacerlas sufridas y pacientes. Si acontece algún pequeño incidente en la preparación de las comidas no ha de suplirse con algo más delicado, lo cual tendería a relajar los principios de esta institución, sino que el hecho debe servir para edificación espiritual de las alumnas, fortificando sus ánimos mediante esa prueba pasajera. En ocasiones así, no estará de más una adecuada exhortación de las profesoras acerca de los sufrimientos de los primitivos cristianos y alguna alusión a las palabras del Señor cuando pidió a sus discípulos que tomasen su cruz y le siguiesen. Es preciso recordar a las pupilas que el hombre no vive sólo de pan y citarles algunas de las divinas palabras: «Bienaventurado el que sufra por mi amor», u otras. Sin duda, señorita, cuando daba usted a las muchachas el queso y el pan en lugar del potaje quemado, atendía al bienestar de sus viles cuerpos, pero ¿no piensa usted que contribuía a la perdición de sus almas? 

Mr. Brocklehurst calló, como abrumado por la emoción que le producían sus palabras. 

A medida que hablaba Mr. Brocklehurst, Miss Temple parecía ir convirtiéndose gradualmente en una estatua de mármol y su boca y sus ojos, contraídos en una expresión severa, se apartaban de él. 

Mr. Brocklehurst se dirigió a la chimenea, se paró junto a ella con las manos a la espalda y dirigió a toda la escuela una mirada majestuosa. De pronto, sus ojos se abrieron desmesuradamente. Dijérase que iban a salirse de sus órbitas. Volviéndose a la inspectora, dijo, con acento menos sereno que el acostumbrado: 

-¿Qué es eso, Miss Temple? ¿Quién es aquella muchacha del pelo rizado? ¡Sí: todo rizado!, aquella del pelo rojo. 

Y su mano se extendió, señalando al objeto de sus iras.
-Es Julia Severn, señor -repuso, con calma, Miss Temple.
-¿Con que Julia Severn? ¿Y por qué ha de llevar el cabello rizado? Ni ella ni 

ninguna. ¿Cómo osa seguir tan descaradamente las costumbres mundanas, rizándose los cabellos? ¡En una institución evangélica y benéfica como ésta! 

-Julia tiene el rizado natural -repuso Miss Temple, con más calma aún. 

-¡Pero nosotros no tenemos por qué estar conformes con la naturaleza! Quiero que estas niñas sean niñas de Dios y nada más. ¡Esas vanidades no pueden admitirse! Vuelvo a repetir que deseo que los peinados sean lisos y sencillos. ¡Nada de pelo abundante! Señorita: los cabellos de esa muchacha van a ser cortados al rape: mañana enviaré un peluquero. Veo que hay muchas que tienen el cabello demasiado largo. No, eso no... Vamos a ver: mande a toda la primera clase que se ponga de cara a la pared. 

Miss Temple se pasó el pañuelo por los labios como para disimular una sonrisa y dio la orden. Volviendo un poco la cabeza, pude percibir las muecas y miradas con que las muchachas comentaban aquella maniobra. Fue una lástima que Mr. Brocklehurst no pudiese verlas también. 

Después de examinar durante cinco minutos las nucas de las alumnas, Mr. Brocklehurst pronunció su sentencia: 

-Es preciso cortar el pelo a todas éstas. Miss Temple pareció a punto de protestar. Señorita -prosiguió él-: yo sirvo a un Señor cuyo reino no es de este mundo. Conviene mortificar a estas muchachas para que aprendan a dominar las vanidades de la carne. Sus cabellos deben, pues, ser cortados. Pensemos en el tiempo que pierden componiéndose y... 

La entrada de otras visitantes, tres mujeres, interrumpió al director. Fue una lástima que no oyeran el discurso de Mr. Brocklehurst, porque iban espléndidamente ataviadas de terciopelo, seda, pieles y otras vanidades. Las dos más jóvenes (lindas muchachas de dieciséis y diecisiete años) llevaban magníficos sombreros de castor gris, muy de moda entonces, adornados con plumas de avestruz, y de sus sienes pendían innúmeros tirabuzones cuidadosamente rizados. La señora de más edad vestía un costoso chal de terciopelo forrado de armiño y llevaba un postizo de tirabuzones rizados, a la francesa. 

Las visitantes -Mrs. y Misses Brocklehurst- fueron deferentemente acogidas por Miss Temple y acomodadas en asientos de honor. Debían de haber venido en coche con su reverendo esposo y padre y, al parecer, habían procedido a examinar los cuartos de arriba, mientras él se dedicaba a verificar las cuentas del ama de llaves y la lavandera. Dirigieron varias observaciones y reproches a Miss Smith, encargada de la ropa blanca y de la limpieza de los dormitorios. Pero yo no pude oírlas, porque otros temas requerían mi atención más inmediata. 

Mientras Mr. Brocklehurst daba instrucciones a Miss Temple, yo no había descuidado lo concerniente a mi seguridad personal, seguridad sólo garantizable si me ponía a salvo de miradas ajenas. Para ello procuré sentarme en la última fila de la clase y, fingiendo estar absorta en mis cuentas, coloqué la pizarra de modo que ocultase mi rostro. Pero no había contado con lo imprevisto: la traidora pizarra se me deslizó, no sé cómo, de entre las manos y cayó al suelo con ominoso ruido. Todas las miradas se concentraron en mí. Mientras me inclinaba para recoger los dos fragmentos en que se había convertido la pizarra, reuní todas mis fuerzas y me preparé para lo peor. 

-¡Qué niña tan descuidada! -dijo Mr. Brocklehurst. 

Y, enseguida, añadió-: Ya veo que es la alumna nueva. Tengo que decir dos palabras respecto a ella. Manden venir aquí a esa niña -agregó, tras un silencio que me pareció interminable. 

Yo estaba tan paralizada, que por mí sola no hubiera podido moverme, pero dos muchachas mayores que se sentaban a mi lado me obligaron a levantarme para comparecer ante el terrible juez. 

Al pasar junto a Miss Temple la oí cuchichear:
-No tengas miedo, Jane. Has roto la pizarra por casualidad. No te castigarán. Pero aquellas palabras no me tranquilizaron. «Dentro de un minuto, todas me 

tendrán por una despreciable hipócrita», pensaba yo.
Y un impulso de ira contra Mrs. Reed, Mr. Brocklehurst y demás enemigos míos se 

levantaba en mi corazón. Yo no era Helen Burns.
-Póngala en ese asiento -dijo Brocklehurst señalando uno muy alto del que acababa 

de levantarse una instructora.
Me colocó allí no sé quién: yo no estaba para reparar en detalles. Sólo noté que mi 

cara estaba a la altura de la nariz de Mr. Brocklehurst, que él estaba a una yarda de distancia de mí y que detrás se agrupaba un torbellino de sedas, terciopelos, pelos y plumas de animales exóticos. Mr. Brocklehurst se volvió a su familia. 

-¿Veis -dijo-: ven ustedes, Miss Temple, profesoras y alumnas, esta niña? Era evidente que sí, porque yo sentía fijas en mí todas las miradas. 

-Ya ven ustedes lo pequeña que es y también que tiene la apariencia de una niña como otra cualquiera. Dios, en su bondad, le ha dado el aspecto de todos nosotros, sin que signo alguno exterior delate su verdadero carácter. ¿Quién pensaría que el Enemigo tiene en ella un servidor celoso? Sin embargo, siento decirlo, es así. 

Siguió la pausa. Comprendí que el Rubicón había sido pasado y que era preciso sostenerse firme ante la adversidad. 

-Queridas niñas -siguió él-: lamentable es tener que manifestar que esta muchacha es una pequeña réproba. Pónganse en guardia contra ella y, de ser necesario, eludan su compañía, elimínenla de sus juegos, rehuyan su conversación. Ustedes, señoras profesoras, vigílenla, pesen bien sus palabras, observen lo que hace, castiguen su cuerpo para salvar su alma, si tal salvación es posible. Porque -la lengua se me estremece al declararlo- esta muchacha, tan pequeña, es peor que uno de esos niños nacidos en tierras paganas que oran a Brahma y se arrodillan ante los ídolos, porque es... ¡una embustera! 

Siguió una pausa de diez minutos. Las tres Brocklehurst sacaron sus pañuelos y se los aplicaron a los ojos, mientras cuchicheaban: 

-¡Qué horror!
Mr. Brocklehurst concluyó:
-Lo he sabido por su bienhechora, por la caritativa y compasiva mujer que recogió a 

esta niña cuando quedó huérfana, educándola como a sus propios hijos, y cuya generosidad y bondad han sido tan mal pagadas por esta ingrata muchacha, que dicha señora tuvo que separarla de sus hijos, a fin de que con su corrupción no contaminase la pureza de aquellas inocentes criaturas. Ha venido aquí como los antiguos judíos al Betesda, para purificarse. Señora inspectora, señoras profesoras: no dejen que las aguas purificadoras se encenaguen con la presencia de esta niña. 

Tras esta sublime conclusión, Mr. Brocklehurst se abrochó el botón más alto de su abrigo, murmuró no sé qué a las mujeres de su familia, que se levantaron; habló a Miss Temple, y todas las personas mayores salieron de la habitación. Mi juez se volvió en la puerta y decretó:

-Déjenla sentada en ese asiento media hora más y no la permitan hablar en todo lo que queda de día. 

Así, yo, que había asegurado que no soportaría la afrenta de permanecer en pie en el centro del salón, hube de estar expuesta a la general irrisión en un pedestal de ignominia. No hay palabras para definir mis sentimientos: me faltaba el aliento y se me oprimía el corazón. 

Y entonces una muchacha se acercó a mí y me miró. ¡Qué extraordinaria luz había en sus ojos! ¡Qué cambio tan profundo inspiró en mis sentimientos! Fue como si una víctima inocente recibiese en la hora suprema el aliento de un mártir heroico. Dominé mis nervios, alcé la cabeza y adopté en mi asiento una firme actitud. 

Helen Burns -era ella- fue llamada a su sitio por una observación referente a la labor. Pero al volverse, me sonrió. ¡Oh, que sonrisa! Al recordarla hoy, comprendo que era la muestra de una inteligencia delicada, de un auténtico valor, mas entonces su rostro, sus facciones, sus brillantes ojos grises, me parecieron los de un ángel. Y, sin embargo, no hacía una hora que Miss Scartched había castigado a Helen a pasar el día a pan y agua porque al copiar un ejercicio, echó un borrón. Así, es la naturaleza humana: los ojos de Miss Scartched, atentos a aquellos mínimos defectos, eran incapaces de percibir el esplendor de las buenas cualidades de la pobre Helen. 

VIII
El fin de la media hora coincidió con las cinco de la tarde. Todas se fueron al 

refectorio. Yo me retiré a un rincón oscuro de la sala y me senté en el suelo. Los ánimos 

que artificialmente recibiera empezaban a desaparecer y la reacción sobrevenía. Rompí en lágrimas. Helen no estaba ya a mi lado y nada me confortaba. Abandonada a mí misma, mis lágrimas fluían a torrentes. 

Yo había procurado portarme bien en Lowood. Conseguí amigas, gané el afecto y el aprecio de todos. Mis progresos habían sido muchos: aquella misma mañana Miss Miller me otorgó el primer lugar en la clase. Miss Temple sonrió con aprobación y me ofreció que, si continuaba así dos meses más, se me enseñaría francés y dibujo. Las condiscípulas me estimaban: las de mi edad me trataban como una más y ninguna me ofendía. Y he aquí que, en tal momento, se me hundía y se me humillaba. ¿Cómo podría levantarme de nuevo? 

«De ningún modo», pensaba yo. 

Y deseé ardientemente la muerte. Cuando estaba expresando este deseo con desgarrador acento, apareció Helen Burns. Me traía pan y café. 

-Anda, come -me dijo. 

Pero todo era inútil. Yo no podía reprimir mis sollozos ni mi agitación. Helen me miraba, seguramente con sorpresa. 

Se sentó junto a mí en el suelo, rodeó con sus brazos sus rodillas y permaneció en aquella actitud, silenciosa como una estatua india. Yo fui la primera en hablar. 

-Helen, ¿por qué te acercas a una niña a quien todo el mundo considera una embustera? 

-¿Todo el mundo, Jane? Aquí no hay más que ochenta personas y en el mundo hay muchos cientos de millones. 

-Sí, ¿pero qué me importan esos millones? Me importan las ochenta personas que conozco, y ésas se burlan de mí. 

-Te equivocas, Jane. Seguramente ni una de las de la escuela se burla de ti ni te desprecia, y estoy segura de que muchas te compadecen. 

-¿Cómo van a compadecerme después de lo que ha dicho Mr. Brocklehurst? 

-Mr. Brocklehurst no tiene aquí muchas simpatías, ¿comprendes? Las profesoras y las chicas puede que te miren con cierta frialdad un día o dos, pero si sigues portándote bien, la simpatía que todas tienen por ti se expresará, y más que antes. Además, Jane... 

Y se interrumpió.'
-¿Qué Helen? -pregunté, poniendo mi mano entre las suyas.
Ella me acarició los dedos, como para calentármelos, y prosiguió:
-Aunque todo el mundo te odiase, mientras tu conciencia estuviese tranquila, nunca, 

créelo, te faltarían amigos.
-Mi conciencia está tranquila, pero si los demás no me quieren, vale más morir que 

vivir. No quiero vivir sola y despreciada, Helen.
-Tú das demasiada importancia al aprecio de los demás, Jane. Eres demasiado 

vehemente, demasiado impulsiva. Piensa que Dios no te ha creado sólo a ti y a otras criaturas humanas, tan débiles como tú. Además de esta tierra y además de la raza humana, hay un reino invisible poblado por otros seres, y ese mundo nos rodea por todas partes. Esos seres nos vigilan, están encargados de custodiarnos... Y si se nos trata mal, si se nos tortura, los ángeles lo ven, reconocen nuestra inocencia (porque yo sé que tú eres inocente: lo leo en tus ojos) y Dios, cuando nuestra alma deje nuestro cuerpo, nos dará recompensa merecida. Así que, ¿a qué preocuparte tanto de la vida, si pasa tan pronto y luego nos espera la gloria? 

Yo callé. Helen me había tranquilizado, pero en la calma que me infundía había algo de inexpresable tristeza. Sin saber por qué, mientras ella hablaba, yo sentía una vaga angustia, y cuando, al concluir, tosió con tos seca, olvidé mis propios sufrimientos para pensar en los de mi amiga. 

Apoyé la cabeza en los hombros de Helen y la abracé por el talle. Ella me atrajo hacia sí y las dos permanecimos silenciosas. Ya llevábamos largo rato de aquel modo cuando sentimos entrar a otra persona. El viento había barrido las nubes del cielo y a la luz de la Luna que entraba por la ventana reconocimos en la recién llegada a Miss Temple. 

-Venía a buscarte, Jane -dijo-. Acompáñame a mi cuarto. Puesto que Helen está contigo, que venga también. 

Seguimos a la inspectora a través de los laberínticos pasillos del edificio, ascendimos una escalera y llegamos a su cuarto. Un buen fuego ardía en él. Miss Temple mandó sentarse a Helen en una butaca baja, junto a la chimenea; ella se sentó en otra y me hizo ir a su lado. 

-¿Qué? -dijo, mirándome a la cara-. ¿Se te ha pasado ya el disgusto?
-Yo creo que no se me pasará nunca. -¿Por qué?
-Porque me han acusado injustamente y porque creo que usted y todas van a 

despreciarme desde ahora. -Nosotras te consideraremos siempre como te merezcas, pequeña. Sigue siendo una niña buena y te querré lo mismo. 

-¿Soy buena, señorita? 

-Sí lo eres -repuso, abrazándome-. Y ahora dime: ¿Quién es esa que Mr. Brocklehurst llama tu bienhechora? 

-Mrs. Reed, la viuda de mi tío. Mi tío murió y me dejó a cargo de ella.
-¿Así que no te recogió ella de por sí?
-No. Yo he oído siempre a las criadas que mi tío la hizo prometer, antes de morir, 

que me tendría siempre a su lado.
-Bueno, Jane, ya sabes, y si no lo sabes yo te lo digo, que cuando se acusa a un 

criminal se le deja defenderse. Puesto que te han acusado injustamente, defiéndete lo mejor que puedas. Dime, pues, toda la verdad, pero sin añadir ni exagerar nada. 

Pensé que convenía hablar con moderación y con orden y, después de concentrarme para organizar un relato coherente, expliqué toda la historia de mi triste niñez. Estaba tan fatigada -y además tan influida por los consejos de Helen- que acerté a exponer las cosas con mucho menos apasionamiento y más orden que de ordinario, y comprendí que Miss Temple me creía. 

En el curso de la historia mencioné a Mr. Lloyd y no omití lo sucedido en el cuarto rojo, porque me era imposible olvidar el sentimiento de dolor y agonía que me acometió cuando, tras mi angustiosa súplica, mi tía ordenó de nuevo que me recluyesen en aquel sombrío y oscuro aposento. 

Al terminar mi relato, Miss Temple me miró durante unos minutos en silencio, y luego dijo: 

-Conozco algo a Mr. Lloyd: le escribiré y, si lo que él me diga está de acuerdo con lo que me has contado, se hará saber públicamente que tienes razón. Yo, por mi parte, te doy la razón desde ahora, Jane. 

Me besó y me retuvo a su lado. Mientras yo me entregaba al infantil placer de contemplar su rostro, sus cabellos rizados, su blanca frente y sus oscuros ojos, Miss Temple se dirigió a Helen Burns: 

-¿Cómo te encuentras Helen? ¿Has tosido mucho hoy? -No mucho, señorita. -¿Te sigue doliendo el pecho? -Me duele algo menos.
Miss Temple se levantó, cogió la mano de Helen y le tomó el pulso. Volvió a su 

asiento y la oí suspirar apagadamente. Durante algunos minutos permaneció pensativa. Al fin dijo, tocando la campanilla: 

-Vaya, hoy sois mis invitadas y debo trataros como a tales. Agregó, dirigiéndose ya a la criada: 

-Bárbara, aún no he tomado el té. Tráigalo y ponga tazas también para estas señoritas. 

Trajeron el servicio. ¡Qué bonitos me parecieron el juego de china, la tetera, el conjunto del servicio colocado en una mesita junto al fuego! ¡Qué bien olían la bebida y las tostadas! No sin pena observé que de éstas había pocas. Me sentía desmayada de apetito. Miss Temple lo comprendió. 

-Bárbara -dijo-, ¿no puede traer más pan y manteca? Es poco para tres... Bárbara se fue y volvió en seguida.
-Señorita, Mrs. Harden dice que es la cantidad de costumbre.
Mrs. Harden era el ama de llaves, una mujer cuyo corazón, como el de Mr. 

Brocklehurst, estaba compuesto por una aleación, a partes iguales, de hierro y pedernal. -¡Vaya, qué se le va a hacer, Bárbara! -contestó Miss Temple. Y agregó sonriendo-: 

Afortunadamente, por esta vez puedo suplir yo misma las deficiencias.
Hizo acercarse a Helen a la mesa, nos sirvió té y un apetitoso aunque minúsculo trozo de pan con manteca, y luego, levantándose, sacó de un cajón un pastel grande. -Las tostadas son tan pequeñas -dijo-, que tendremos que tomar también algo de 

esto.
Y cortó el pastel en gruesas rebanadas.
A nosotras todo aquello nos sabía a néctar y ambrosía. Pero quizá lo más agradable 

de todo, incluso más que aquellos delicados bocados con que se satisfacían nuestros hambrientos estómagos, era la sonrisa con que nuestra anfitriona nos ofrecía sus obsequios. 

Terminado el té, la inspectora nos hizo sentar una a cada lado de su butaca y entabló una conversación con Helen. 

Miss Temple mostraba en todo su aspecto una sorprendente serenidad, hablaba con un lenguaje grave y propio, y producía en todos los sentidos una impresión de agrado y simpatía en los que la veían y la escuchaban. Pero de quien yo estaba más maravillada era de Helen. 

La merienda, el alegre fuego, la amabilidad de la profesora habían despertado todas sus facultades. Sus mejillas se cubrieron de color rosado. Nunca hasta entonces las viera yo sino pálidas y exangües. El líquido brillo de sus ojos les daba una belleza mayor aún que la de los de Miss Temple: una belleza que no consistía en el color, ni en la longitud de las pestañas, ni en el dibujo perfecto de las cejas, sino en su animación, en su irradiación admirables. Su alma estaba en sus labios, y su lenguaje fluía cual un manantial cuyo origen yo no podía comprender. ¿Cómo una muchacha de catorce años ocultaba dentro de sí tales torrentes de férvida elocuencia? En aquella memorable velada, me parecía que el espíritu de Helen vivía con la intensidad de quien prefiere concentrar sus sensaciones en un término breve antes que arrastrarlas, apagadas, a lo largo de muchos años anodinos. 

Hablaban de cosas que yo no había oído nunca, de naciones y tiempos pasados, de lejanas regiones, de secretos de la naturaleza descubiertos o adivinados, de libros. ¡Cuánto habían leído las dos! ¡Cuántos conocimientos poseían! Los nombres franceses y los autores franceses parecían serles familiares. 

Pero cuando mi admiración llegó al colmo fue cuando Helen, por indicación de Miss Temple, alcanzó un tomo de Virgilio y comenzó a traducir del latín. Apenas había terminado una página, sonó la campana anunciando la hora de recogerse. 

No cabía dilación posible: Miss Temple nos abrazó a las dos diciéndonos, mientras nos estrechaba contra su corazón: 

-Dios os bendiga, niñas mías. 

A Helen la tuvo abrazada un poco más que a mí, se separó de ella con mayor disgusto y sus ojos la siguieron hasta la puerta. La oí suspirar otra vez con tristeza y la vi enjugarse una lágrima. 

Al entrar en el dormitorio escuchamos la voz de Miss Scartched: estaba inspeccionando los cajones y acababa de examinar el de Helen, quien fue recibida con una áspera reprensión. 

-Es cierto que mis cosas están en un desorden espantoso -me dijo Helen en voz baja.- Iba a arreglarlas, pero me olvidé. 

A la mañana siguiente, Miss Scartched escribió en gruesos caracteres sobre un trozo de cartón la palabra «descuidada» y colgó el cartón, a guisa de castigo, en la frente despejada, inteligente y serena de mi amiga. Ella soportó aquel cartel de ignominia hasta la noche, pacientemente, con resignación, considerándolo un justo castigo de su negligencia. 

En cuanto la profesora salió de la sala, corrí hacia. Helen, le quité el cartel y lo arrojé al fuego. La furia que mi amiga era incapaz de sentir, había abrasado mi pecho durante todo aquel día y grandes y continuas lágrimas habían corrido por mis mejillas constantemente. El espectáculo de su triste sumisión me angustiaba el alma. 

La semana siguiente a estos sucesos, Miss Temple recibió la contestación de Mr. Lloyd. Este corroboraba cuanto yo había afirmado. Miss Temple convocó a toda la escuela y manifestó que, habiendo indagado sobre la verdad de las imputaciones que se hicieran contra Jane Eyre, tenía la satisfacción de manifestar que los cargos no respondían a la realidad y que yo quedaba limpia de toda tacha. Las profesoras me dieron la mano y me besaron y un murmullo de satisfacción corrió a lo largo de las filas de mis compañeras. 

Aliviada de aquel ominoso peso, renové desde entonces mi tarea con ardor, resuelta a abrirme camino a través de todas las dificultades. Mis esfuerzos obtuvieron el resultado apetecido; mi memoria, no mala, se ejercitó con la práctica y ésta agudizó mis facultades. 

-Pocas semanas después fui promovida a la clase superior a la mía y antes de dos meses comencé a estudiar francés y dibujo. Aprendí las conjugaciones del verbo ser el mismo día en que dibujé mi primera casita (cuyos muros, desde luego, emulaban, por lo derecho, los de la torre inclinada de Pisa). 

Aquella noche, al acostarme, no pensaba, como de costumbre, en una cena de patatas asadas calientes o de leche fresca y pan blanco, lo que constituía mi distracción habitual. En vez de ello, me parecía ver en la oscuridad una serie de ideales dibujos salidos de mi lápiz: casas y árboles pintados a mi gusto, rocas, ruinas pintorescas, vaquitas, mariposas volando sobre purpúreas rosas, pajaritos picoteando cerezas, nidos de avecitas llenos de huevos como perlas y rodeado de festones de hiedra... 

Por otro lado, examinaba con incredulidad la posibilidad de llegar a traducir por mí misma cierto librito de cuentos franceses que Madame Pierrot me había mostrado aquel día. Pero antes de que este grave problema se solventase mentalmente a mi satisfacción, caí en un dulce sueño. 

Ya dijo Salomón: «Más vale comer hierbas en compañía de quienes os aman, que buena carne de buey con quien os odia.» 

Yo no hubiera cambiado Lowood, con todas sus privaciones, por Gateshead, con todas sus magnificencias. 

IX
Por otro lado, las privaciones o, mejor, las asperezas de Lowood iban disminuyendo. 

Se acercaba la primavera, las escarchas del invierno habían cesado, sus nieves se habían 

derretido y sus helados vientos se templaban. Mis martirizados pies, acerados por el agudo cierzo de febrero, mejoraban con el suave aliento de abril. Las mañanas y las noches ya no eran de aquel frío polar que hacía helar la sangre en nuestras venas. Ya podíamos jugar en el jardín, al aire libre, durante la hora de recreo. Empezaban a asomar los primeros brotes de flor; azafraneros, trinitarias y campánulas blancas. Las tardes de los jueves se consideraban festivas. Dábamos durante ella largos paseos y podíamos ver florecitas más bellas aún en el borde de los caminos. 

A abril sucedió mayo: un mayo luminoso, sereno. Los días eran de sol y de cielo azul y soplaban suaves brisas del Sur y el Oeste. La vegetación crecía lujuriante. El jardín de Lowood estaba verde, florecía por doquier. Olmos, fresnos y robles, antes secos, estaban ya cubiertos de hojas. Brotaban, espléndidas, infinitas plantas silvestres. Mil variedades de musgo cubrían el suelo. 

Más allá de las tapias del jardín se elevaban, frondosas, las colinas a la sazón deslumbrantes de verdor, dominando el recinto del colegio. 

Pero si el lugar tenía ahora un encantador aspecto, sus condiciones sanitarias no eran tan encantadoras. 

El profundo bosque en que Lowood estaba situado era, con sus aguas estancadas y su humedad, un foco de infecciones, cuando empezó la primavera, el tifus penetró en los dormitorios y en los cuartos de estudio donde nos apiñábamos; y, en mayo, el colegio estaba convertido en un hospital. 

La casi extenuación física originada por la escasez de alimentos, los fríos sufridos, el descuido, la escasa higiene, habían predispuesto a todas a la infección y cincuenta de las ochenta alumnas tuvieron que guardar cama. Las clases se suspendieron, la disciplina se relajó. Las pocas que no enfermamos gozábamos de libertad casi ilimitada. Los médicos habían prescrito ejercicio al aire libre para conservar la salud, y aun sin tal prescripción hubiéramos estado en libertad por falta de personal suficiente para vigilarnos. Miss Temple pasaba el día en el dormitorio de las enfermas y sólo lo abandonaba por la noche para descansar algunas horas. Las profesoras estaban ocupadas con los preparativos de la marcha de las afortunadas muchachas que tenían parientes que podían sacarlas de allí para evitar el contagio. Muchas, casi todas, sólo salieron del colegio para ir a morir a sus casas; otras fallecieron en Lowood y fueron enterradas rápidamente y sin aparato. La naturaleza de la epidemia no consentía dilaciones. 

Mientras la desgracia se había convertido en huésped permanente de Lowood y la muerte en su frecuente visitante, mientras entre sus muros todo era sombrío y terrible, mientras los cuartos y los pasillos hedían a hospital, y drogas y medicamentos luchaban en vano contra la oleada de mortalidad, mayo, fuera, brillaba más bellamente que nunca en las colinas y en los bosques que nos rodeaban. Crecían en el jardín las plantas de malva altas como árboles; se abrían las lilas; rosas y tulipanes estaban en capullo y se multiplicaban las margaritas. Pero toda aquella riqueza de color y perfume no aliviaba la suerte de las pupilas de Lowood: sólo servía para engalanar las tapas de sus ataúdes. 

Yo y las demás que no estábamos enfermas gozábamos a nuestro placer de las bellezas que nos rodeaban. Nos dejaban correr por el bosque, como gitanillas, de la mañana a la noche, y vivíamos como queríamos. También en los demás aspectos estábamos ciertamente mucho mejor. Mr. Blocklehurst y su familia no se acercaban ahora nunca a Lowood, el ama de llaves se había marchado por miedo a la infección, y su sucesora, antigua matrona en el dispensario de Lowton, era más tolerante y más compasiva. Además, éramos menos a comer, ya que las enfermas tomaban muy poco alimento, y nuestros platos estaban siempre más llenos que antes. Cuando no había tiempo de preparar una comida en regla, lo que ocurría a menudo por entonces, se nos 

daba un trozo de pastel frío o un pedazo de pan y queso, y nos íbamos a comerlo al bosque a nuestras anchas. 

Mi lugar favorito era una piedra ancha y lisa a la que se llegaba atravesando un arroyo del bosque, operación que yo realizaba después de descalzarme. La piedra era lo bastante amplia para permitir que se instalara en ella conmigo otra niña: Mary Ann Wilson, algunos años mayor que yo, y a la que eligiera por camarada porque su trato me complacía mucho. Como conocía la vida mejor que yo, me contaba muchas cosas que me encantaban. Mi curiosidad, a su lado, quedaba bien satisfecha. Me perdonaba fácilmente mis defectos y no trataba de imponer su criterio sobre mis opiniones. Tenía un turno para hablar y yo otro para preguntar. Así, solíamos andar siempre juntas, experimentando mucho placer, si no mucha ventaja, en nuestra relación.

¿Qué se había hecho de Helen Burns? ¿Por qué yo no compartía con ella mis días de dulce libertad? ¿Me había cansado de su compañía? Mary Ann era, de cierto, muy inferior a mi primera amiga: sólo podía contarme algún cuento divertido, mientras Helen me hubiera ofrecido con su conversación puntos de vista más vastos. 

Pese a todos mis defectos, no me había cansado de Helen, ni dejado de abrigar hacia ella un sentimiento tan devoto, profundo y tierno como nunca experimentara mi corazón. ¿Y cómo podía ser de otro modo si Helen no dejaba jamás de manifestarme una amistad leal y serena, jamás interrumpida por disgustos ni malos humores? 

Pero Helen se encontraba entonces enferma y yo había dejado de verla hacía varias semanas. No estaba en la zona del edificio destinada a las demás pacientes, porque su enfermedad no era tifus, sino tuberculosis, dolencia que yo, en mi ignorancia, creía susceptible de curarse con tiempo y cuidados. 

Me confirmaba esta idea el hecho de que, una o dos veces, cuando las tardes eran muy buenas y calurosas, Miss Temple solía sacar a Helen al jardín. Mas yo no le podía hablar, porque ella, sentada en la galería, estaba a mucha distancia de mí, que me hallaba en el bosque. 

Una tarde, a principios de junio, estuve en el bosque con Mary Ann hasta muy tarde. Como de costumbre, nos habíamos separado de las demás y nos alejamos tanto que nos extraviamos. Para orientarnos tuvimos que preguntar en una cabaña solitaria. Al regresar, ya había salido la luna. A la puerta del jardín estaba una jaca, que reconocimos como la del médico. Mary Ann sugirió que alguna debía hallarse muy mal cuando llamaban a Mr. Bates tan tarde. 

Ella penetró en la casa. Yo me quedé unos minutos plantando en mi parcela del jardín unas raíces que había recogido en el bosque y que temía que se secasen si las dejaba para la mañana siguiente. 

Terminada mi tarea, permanecí allí un breve rato aún. Olían suavemente las flores, caía el rocío, la noche era apacible, cálida y majestuosa. La brisa del Oeste prometía un día siguiente tan bueno como el que acababa de terminar. La luna se levantaba lentamente en el cielo. 

Yo contemplaba aquel espectáculo gozando de él tanto como puede gozar un niño. Y en mi mente se elevó un pensamiento nuevo en mí hasta entonces: 

«¡Qué triste es estar enfermo, en peligro de muerte! El mundo es hermoso. ¡Qué terrible debe de ser que le arrebaten a uno de él para ir a parar Dios sabe dónde!» 

Mi cerebro hizo entonces su primer esfuerzo para comprender cuanto en él se había imbuido respecto al cielo y al infierno. Por primera vez me sentí conturbada y horrorizada. Y por primera vez también, mirando en torno mío, me sentí rodeada por un abismo impenetrable. Sólo existía un punto firme: el mundo en que me apoyaba, y todo en torno, eran nubes imprecisas y profundidades vacías. Me estremecí ante el pensamiento de verme alguna vez precipitada en aquel caos. Mientras meditaba estas 

ideas, oí abrirse la puerta. Mr. Bates salía y una celadora iba con él. Cuando el médico hubo montado y partido, corrí hacia la mujer. 

-¿Cómo está Helen Burns? -Muy mal -me contestó. -¿Es ella a quien Mr. Bates ha visitado? -Sí. 

-¿Y qué dice?
-Que no estará aquí mucho tiempo.
De haber oído tal frase el día anterior, yo hubiera deducido que mi amiga iba a ser 

trasladada a Northumberland, a su propia casa. No habría sospechado que aquello significaba que Helen iba a morir. 

Pero en aquel momento lo comprendí inmediatamente. Me pareció evidente que los días de Helen en este mundo estaban contados y que iba a pasar a la región de los espíritus. Me sentí horrorizada y disgustada y a la vez experimenté la imperiosa necesidad de verla. Pregunté, pues, en qué cuarto se hallaba. 

-En la habitación de Miss Temple -contestó la celadora.
-¿Puedo ir a verla?
-No, niña, no. No es posible. Anda, entra. Esta hora es mala para estar aquí fuera. Te 

expones a coger la fiebre.
La mujer cerró la puerta y me dirigí al salón de estudio. Ya era el momento. El reloj 

daba las nueve y Miss Miller comenzaba a llamar a las discípulas para ir al dormitorio. No pude conciliar el sueño y, unas dos horas más tarde, cuando sentí que todas mis 

compañeras dormían, me levanté sin miedo, me puse el vestido sobre la ropa de noche y, descalza, salí en busca del cuarto de Miss Temple. Estaba al otro extremo de la casa, pero yo conocía el camino y, a la luz de una espléndida luna de verano que entraba, aquí y allá, por las ventanas de los corredores, me orienté sin dificultades. Un fuerte olor de alcanfor y vinagre invadía los pasillos próximos al dormitorio de las enfermas. 

Pasé junto a la puerta cautelosamente, para que la celadora que pasaba la noche en el dormitorio no me sintiese. Temía que me descubrieran y me hiciesen volver atrás. Y yo necesitaba ver a Helen. Quería abrazarla antes de morir, darle el último beso, cambiar con ella la última palabra. 

Descendí una escalera, atravesé parte del piso bajo y abrí y cerré silenciosamente dos puertas. Subí otro tramo de escalera y me encontré ante la alcoba de Miss Temple. 

Reinaba un silencio profundo. Se filtraba una suave luz por el agujero de la cerradura y bajo la puerta, que estaba entornada, sin duda para que la enferma pudiese respirar aire fresco. Impaciente y angustiada, empujé el batiente. Mis ojos buscaron, ansiosos, a Helen. Temía encontrarla muerta. 

Contiguo al lecho de Miss Temple y medio tapada por sus cortinas blancas, había una camita. Divisé bajo las ropas de la cama una forma humana, pero la cara estaba cubierta por los tapices. La sirvienta a quien yo hablara en el jardín dormía, acomodada en una butaca. Una bujía a medio consumir ardía sobre la mesa. Miss Temple no estaba. Luego supe que había sido llamada para atender a una enferma que sufriera un acceso de delirio. Avancé; me detuve al lado de la cama. Mi mano tocó la cortina. Pero preferí hablar antes que mirar: me asustaba la posibilidad de encontrar un cadáver. -Helen- murmuré suavemente-: ¿Estás despierta? Ella se movió y separó las cortinas. Su rostro aparecía pálido y consumido, pero tranquilo como siempre. Me pareció tan poco cambiada, que mi temor se disipó instantáneamente. 

-¿Es posible que seas tú, Jane? -me dijo con su amable voz de costumbre. 

«No -pensé-: no es posible que vaya a morir. No moriría con esa serenidad ni hablaría como habla. Están equivocados». 

Me incliné sobre mi amiga y la besé. Su frente estaba helada. Sus mejillas, sus manos, sus muñecas, estaban heladas también y parecían transparentes. Pero su sonrisa era la habitual. 

-¿Cómo has venido, Jane? Son más de las once: las he oído dar hace algunos minutos. 

-He venido a verte, Helen. Me han dicho que estabas mala y no he podido dormirme sin hablarte primero. 

-Has llegado a tiempo de decirme adiós. Probablemente será el último. 

-¿Es que te vas, Helen? ¿Te llevan a tu casa? -Sí, a mi casa; a mi última casa, a la definitiva. -No, no, Helen-murmuré, acongojada. 

Y, mientras trataba de reprimir mis lágrimas, un golpe de tos acometió a mi amiga. No obstante, no despertó a la celadora. Cuando hubo pasado el acceso, me cuchicheó: 

-Jane, tienes los pies desnudos. Tápatelos con mi colcha. 

Lo hice así: ella me abrazó y permanecimos un rato juntas, muy apretadas. Ella dijo, luego, siempre en voz baja: 

-Soy feliz, Jane. No creas que me he disgustado cuando he oído decir que iba a morir. Todos hemos de morir alguna vez. Además, esta enfermedad no es cruel: hace sufrir poco y no perturba los sentidos. No dejo quienes me lloren. Tengo padre, pero últimamente ha vuelto a casarse y no me echará gran cosa de menos. Muriendo joven, me evito muchos sufrimientos. Yo no tengo cualidades ni dotes para abrirme camino en el mundo y estaría siempre, si viviese, cometiendo errores. 

-Pero ¿qué va a ser de ti, Helen? ¿Acaso sabes adónde vas a ir a parar? 

-Sí, lo sé, porque tengo fe. Voy a reunirme con Dios, nuestro creador. Me entrego en sus manos y confío en su bondad. Cuento con impaciencia las horas que faltan para ese venturoso momento. Dios es mi padre y mi amigo: le amo y creo que Él me ama a mí. 

-¿Volveré a verte, Helen, después..., después de mi muerte? 

-Sí, vendrás a la misma mansión de dicha y el mismo Padre de todos te recibirá, Jane. 

Hubiera querido preguntarle dónde estaba aquella mansión y si existía, pero callé. Abracé otra vez a Helen y escondí mi cabeza en su pecho. Ella me dijo, con dulce tono: -¡Qué a gusto me siento! El último golpe de tos me fatigó un poco y creo que ahora 

podría dormirme. Pero no es necesario que te vayas, Jane. Me encuentro muy bien a tu lado. 

-Estaré contigo, Helen. No me iré de aquí. -¿Estás calientita?
-Sí.
-Entonces, que descanses, Jane.
Me besó, la besé, y ambas nos dormimos en seguida. Cuando me desperté era de

día. Noté en torno mío un movimiento inusitado. Una celadora me llevaba en brazos al dormitorio a través de los corredores. 

No me reprendieron por salir de mi habitación. Todos estaban demasiado ocupados para pensar en minucias. No se me dio explicación, ni contestación alguna a mis muchas preguntas. Pero un día o dos más tarde me enteré de que, al volver Miss Temple á su alcoba, me encontró tendida en la camita, con la cabeza sobre el hombro de Helen y mis brazos rodeando su cuello. Yo estaba dormida y Helen estaba... muerta.. 

Su tumba está en el cementerio de Brocklebridge. Durante quince años después de su muerte, sólo la cubrió un montón de tierra en el que crecía la hierba. Ahora, una lápida de mármol gris, con su nombre y la palabra «Resurgam» inscritos en ella, marca el lugar donde yace para siempre mi amiga. 


Last modified: Saturday, December 1, 2018, 1:59 PM