XXV
Los últimos momentos del mes estipulado estaban a punto de expirar. Todos los 

preparativos para el día de la boda se hallaban completos, al menos por mi parte. Mis equipajes estaban listos, atados, dispuestos para ser enviados a Londres al siguiente día. También entonces debía salir yo, o mejor dicho, Jane Rochester, una persona a quien no conocía aún. El propio Edward había escrito las etiquetas de mis equipajes. «Mrs. Rochester, Hotel... Londres.» No me resolvía a pegarlas aún. ¡Mrs. Rochester! Semejante ser no comenzaría a existir hasta la mañana siguiente, poco después de las ocho, y me parecía mejor esperar a que naciese para asignarle con entera propiedad aquellos objetos. Entretanto, no podía concebir que me perteneciesen las prendas que sustituirían mi negro vestido y mi sombrero lowoodianos: el traje de boda, el vestido color perla, el vaporoso velo que se hallaban colocados en el guardarropa que había en mi dormitorio. 

«Os dejo solos», murmuré al cerrar el guardarropa para evitar la extraña apariencia, casi fantasmal, que a aquella hora, nueve de la noche, ofrecían los ropajes blancos entre 

las sombras de la habitación. Tenía fiebre; fuera soplaba el viento y quería aspirar el aire puro. 

No eran sólo el ajetreo de los preparativos ni la espera del gran cambio que iba a producirse en mi vida lo que me hacía sentirme febril. Existía para ello una tercera causa que nadie sino yo conocía, y que había sucedido la noche antes. 

Mr. Rochester se hallaba en unas propiedades situadas a una distancia de treinta millas, donde fue a arreglar ciertos asuntos antes de su viaje. Y yo, al presente, esperaba su regreso, confiando encontrar en él la solución del enigma que me inquietaba. 

Bajé al huerto. Todo el día había soplado viento del Sur, trayendo, de vez en cuando, algunos ramalazos de lluvia. Las nubes cubrían el cielo en masas compactas, sin que un solo trocito de cielo azul hubiese brillado durante todo aquel día de julio. 

Experimenté cierto violento placer sintiendo el azote del aire que refrescaba mi turbada mente. Por el camino bordeado de laureles, llegué hasta el gran castaño medio destrozado por el rayo. En aquel momento, una luna color de sangre apareció momentáneamente entre las nubes para volver a ocultarse tras ellas después. Por un segundo, el viento pareció quedar inmóvil en torno a Thornfield. Luego volvió a soplar con fuerza. 

Anduve de un lado a otro del huerto. La hierba, en torno a los manzanos, estaba cubierta de manzanas caídas. Comencé a recogerlas, separando las verdes de las maduras. Llevé éstas a la casa y las coloqué en la despensa, de donde fui a la biblioteca para asegurarme de que el fuego estaba encendido. Aunque era verano, sabía que, dado lo sombrío del tiempo, a Rochester le agradaría encontrar una buena lumbre. Acerqué su sillón a la chimenea y la mesa al sillón y coloqué en ella las bujías. Una vez hechos aquellos preparativos, no sabía si salir o quedarme en casa, porque me sentía muy inquieta. Un pequeño reloj que había en el aposento y el viejo reloj del vestíbulo dieron simultáneamente las diez. 

«¡Qué tarde es! -pensé-. Voy a acercarme hasta las verjas. La luna sale a ratos y puedo otear el camino. Si me reúno con Edward en cuanto lo vea, evitaré algunos minutos de espera.» 

El viento agitaba con violencia los altos árboles que sombreaban la entrada de la propiedad. El camino, a izquierda y derecha, en cuanto alcanzaba la vista, estaba solitario. Sólo se veían sobre él, a intervalos, las pálidas sombras de las nubes cuando, por unos segundos, brillaba la luna. 

Una lágrima pueril, lágrima de impaciencia y disgusto, acudió a mis ojos. La luna parecía haberse encerrado herméticamente en su celeste estancia, porque no había vuelto a aparecer. La noche se hacía cada vez más oscura y la lluvia iba en aumento. 

«¡Quiero que venga, quiero que venga!», deseé con un ansia casi histérica. Le esperaba antes del té y era ya noche cerrada. ¿Le había sucedido algún accidente? Recordé el suceso de la noche anterior y lo interpreté como un presagio de desventura. Presentía que mis esperanzas eran demasiado hermosas para que se realizasen y hasta pensé que había sido tan dichosa últimamente que mi fortuna, después de llegar a su cenit, debía comenzar indefectiblemente a declinar. 

«No puedo volver a casa -reflexioné- y estar al lado del fuego, mientras él soporta fuera la inclemencia de la noche. Prefiero tener los miembros fatigados antes que el corazón oprimido. Avanzaré por el camino hasta que encuentre a Edward.» 

Y avancé. No había recorrido aún un cuarto de milla cuando sentí ruido de cascos. Un caballo, seguido por un perro, llegaba a todo galope. ¡Enhoramala todos los presentimientos! Allí estaba él, montado en Mesrour y acompañado por Piloto. Me vio a 

la luz de la luna que había salido otra vez, se quitó el sombrero y lo agitó en torno a su cabeza. Corrí a reunirme con él.

-¡Está visto que no puedes vivir sin mí! -exclamó-. Pon el pie sobre mi bota, dame las manos y ¡arriba! Obedecí. La alegría me prestaba agilidad. Monté en la delantera del arzón. Un ardiente beso fue el saludo que cambiamos. Él preguntó en seguida: 

-¿Qué pasa, Jane, para que hayas venido a buscarme a estas horas? 

-Creí que no llegaba usted nunca. Me era insoportable esperarle en casa con esta lluvia y este huracán. -Estás mojada como una sirena. Cúbrete con mi abrigo. Pero creo que tienes fiebre, Jane. Te arden las manos y las mejillas. Si ha pasado algo, dímelo. - Ahora no me pasa nada. No tengo temor ni me siento infeliz. 

-Entonces, ¿lo has sentido antes? 

-Luego le explicaré. Seguramente se reirá de mí... -Mañana reiré todo lo que quieras. Antes no: no tengo aún segura mi presa... Me refiero a ti, que durante este mes último has sido para mí tan escurridiza como una anguila y más espinosa que una rosa silvestre. No podía tocarte ni con un dedo sin que me pincharas. ¡Y ahora en cambio te tengo en mis brazos como una mansa cordera! ¿Cómo es que has salido del redil para venir a buscar a tu pastor, Jane? 

-Deseaba verle. Pero no cante victoria... Ya estamos en Thornfield. Ayúdeme a apearme. 

Me puso en tierra. John se llevó el caballo y él me siguió a la casa. Me indicó que fuese a cambiarme de ropa, lo que hice a toda prisa. Cinco minutos después, volvía y le hallaba cenando. 

-Siéntate y come conmigo, Jane. Es la última vez que comerás en Thornfield durante mucho tiempo. 

Me senté junto a él, pero no comí. 

-¿Acaso el pensamiento del largo viaje que hemos de hacer a Londres te quita el apetito? 

-Hoy veo todas las cosas confusas y casi no sé ni lo que tengo en el cerebro. Todo lo que me rodea me parece fantástico. 

-Menos yo. Yo soy absolutamente real. Tócame y lo verás.
-Usted me parece lo más fantástico de todo, casi una cosa soñada...
Alargó su brazo musculoso, recio, lo puso ante mis ojos y dijo, riendo:
-¿Es esto un sueño acaso?
-Aunque sea tangible, es un sueño -dije-. ¿Ha terminado usted?
-Sí, Jane.
Toqué la campanilla y mandé quitar el servicio. Cuando quedamos solos, aticé el 

fuego y luego me senté ante Rochester en un asiento bajo.
-Es casi medianoche -dije.
-Sí, Jane, pero recuerda que me prometiste velar conmigo la noche antes de mi boda. -Y lo cumpliré, al menos por una hora o dos. No tengo ganas de acostarme.
-¿Tienes todas las cosas arregladas? -Todas.
-Por mi parte también -repuso él- y nos iremos de Thornfield mañana mismo, media 

hora después de volver de la iglesia. -Bueno... 

-¡De qué modo tan raro lo has dicho! ¡Cómo brillan tus mejillas y tus ojos! ¿Te encuentras bien, Jane? -Creo que sí. 

-¡Crees! Vamos, dime qué te pasa. 

-No sabría explicarme. Quisiera que nunca se acabaran estos momentos. ¿Quién sabe lo que nos reserva el destino? 

-Todo eso son nervios, Jane. Estás sobreexcitada o acaso muy fatigada. 

-¿Y usted se siente tranquilo y feliz? -Feliz, sí; tranquilo, no. 

Le miré, tratando de descubrir en su rostro la expresión de su dicha. Estaba arrebatado. 

-Vamos, confía en mí, Jane -continuó-. Alivia tu pecho confiándome el peso que lo oprime. ¿Qué temes? ¿Sospechas que no voy a ser un buen esposo? 

-Nada más lejos de mis pensamientos. 

-¿Te asustan los nuevos ambientes en que vas a vivir, la nueva existencia que vas a llevar? 

-No. 

-Me asombras, Jane. Tu aspecto y tu acento me dejan perplejo y me entristecen. Explícate. 

-Entonces, escuche. Usted no estuvo en casa la noche de ayer... 

-Ya, ya sé que no estuve... Y adivino que ha sucedido algo en mi ausencia, y que me lo ocultas. Algo que te ha disgustado, aunque seguramente no tendrá importancia. ¿Te ha dicho algo Mrs. Fairfax? ¿Te ha ofendido alguno de los criados? 

-No -repuse. Era medianoche. Esperé a que el argentino timbre del relojito del aposento y la pesada campana del gran reloj del vestíbulo hubiesen terminado de dar la hora, y continué-: Todo el día de ayer estuve muy ocupada arreglando mis cosas y sintiéndome feliz con esa ocupación, porque no estoy, como usted se figura, asustada de vivir en un nuevo ambiente, etcétera. Lo que pienso es en lo magnífico que ha de serme vivir con usted, porque le amo. Ayer yo creía en la Providencia y esperaba que todo se desenlazaría en bien de usted y mío. Hacía un día excelente y por ello no sentía inquietud alguna respecto a su viaje. Después de tomar el té, salí a pasear un poco ante la casa, y con tal intensidad pensaba en usted, que casi me parecía tenerle presente. Me asombraba de que los moralistas llamen a este mundo un valle de lágrimas, porque a mí me parecía un jardín de rosas. Al oscurecer, el aire refrescó y el cielo se cubrió de nubes. Entré. Sophie me llamó para que examinara mi vestido de boda, que acababa de traer en aquel momento. Encontré el velo que usted me regala y que, en su principesca extravagancia, ha hecho que me traigan de Londres, sin duda con objeto de chasquearme en mi propósito de no aceptar objetos costosos, como hice cuando me negué a aceptar las joyas. Sonreí al apreciar el empeño de usted en enmascarar a su humilde prometida con el disfraz de una gran señora. Estaba meditando sobre el modo de presentarle el retazo de blonda sin bordar que había preparado para cubrir mi humilde cabeza el día de la boda, y proyectaba decirle que era bastante para una mujer que no le aporta ni fortuna, ni belleza, ni una alianza ilustre. Imaginaba mentalmente las democráticas contestaciones de usted, y su perversa insistencia en afirmar que no necesitaba ni aumento de riqueza ni unirse a nadie que le dé el brillo de sus blasones...

-¡Cómo adivinas mis pensamientos, brujilla! -interrumpió Rochester-. Pero ¿qué has hallado en ese velo, aparte de sus bordados? ¿Un puñal, un veneno? Porque, a juzgar por tu modo de... 

-No, no, no halle más que su riqueza y su delicada manufactura. Pero entretanto oscurecía, arreciaba el viento y yo hubiera deseado que usted estuviese en casa. Vine a esta habitación y me impresionó el espectáculo de este sillón vacío y esta chimenea apagada. Me acosté en seguida. No podía dormir. Me sentía desasosegada y nerviosa. Creí oír de pronto, no sabía si dentro o fuera de la casa, un extraño sonido, algo triste y lúgubre, al parecer lejano. Cesó, al fin, con mucha satisfacción mía. Al dormirme soñé que era de noche, una noche oscura, y que yo deseaba estar con usted, pero que entre ambos surgía una barrera que, no sé cómo, nos separaba. Durante este primer sueño yo seguía un camino desconocido rodeada de una oscuridad absoluta. La lluvia me calaba y yo iba cargada con un niñito, demasiado pequeño para andar solo y cuyo llanto sonaba 

de un modo lastimero en mis oídos. Usted seguía aquel camino, muy lejos de mí, y yo me esforzaba en alcanzarle y en hacerle pararse a esperar tratando de pronunciar su nombre tan alto como podía. Pero mis movimientos y mi voz estaban como paralizados y experimentaba la impresión de que usted se alejaba más cada vez. 

-¿De modo que era eso lo que tenías cuando te he encontrado? ¿Un mero sueño? ¡Qué nerviosilla eres! Déjate de visiones y piensa en la felicidad real que nos aguarda. Vamos; dime que me quieres, Jane. Esas palabras me suenan tan dulces como la música... ¿Me amas, Jane? 

-Sí; con todo mi corazón. 

-Bien -dijo él, tras unos minutos de silencio-. Es raro, pero tus palabras me han producido una sensación casi dolorosa. ¿Por qué será? Acaso por la afectuosa energía con que las has pronunciado, por la mirada de fe, de lealtad y de confianza que las acompañaba. Me ha parecido que había un espíritu junto a mí... Mientras me mires como me miras ahora, Jane, mientras sonrías como sabes sonreírme, aunque me digas que me odias, aunque me injuries y me atormentes, no podré renegar de ti, te amaré y... 

-Temo disgustarle al final de mi relato. Escúcheme. -Creí que ya me lo habías dicho todo. Pensaba que la causa de tu tristeza estaba en ese sueño. 

Moví la cabeza. 

-¿Cómo? ¿Hay algo más? Espero que no sea nada importante. Sigue. 

La inquietud de su aspecto, cierta impaciencia de sus ademanes, me extrañaron. Continué: 

-Aún soñé otra cosa: que Thornfield estaba en ruinas y era guarida de búhos y murciélagos. De toda la fachada sólo quedaba en pie un frágil lienzo de pared. Yo erraba, a la luz de la luna, entre las ruinas en las que crecía la hierba, tropezando, ora con un trozo de mármol, ora con un caído fragmento de cornisa. Seguía llevando al niñito desconocido, envuelto en un chal. Me era imposible ponerle en el suelo, y por mucho que su peso me fatigase, había de continuar llevándole. A lo lejos, en el camino, oía las pisadas de un caballo y estaba segura de que era el de usted, que partía para un lejano país, donde permanecería muchos años. Traté de escalar el muro a toda prisa, para poder verle desde arriba. Las piedras se desmoronaban bajo mis pies, la hiedra a que trataba de asirme cedía; el niño, abrazado a mi cuello y aterrorizado, casi me estrangulaba. Pero al fin llegué. Usted era ya un punto en la distancia y se alejaba por momentos. Soplaba un viento tan fuerte que no me podía sostener. Me senté en el estrecho borde del muro, colocando al niño sobre mi regazo. Usted dobló una curva del camino y, cuando yo le dirigía una última mirada, la pared se derrumbó, el niño cayó de mis rodillas, perdí el equilibrio y me desperté.

-¿Eso es todo, Jane? 

-Todo el prólogo. Ahora falta el relato. Al despertarme, una luz hirió mis ojos. Pensé que ya era de día. Pero no era más que el resplandor de una vela. Supuse que Sophie estaba en la alcoba. Alguien había dejado una bujía en la mesa, y el cuartito guardarropa, donde yo colocara mi velo y mi vestido de boda, se hallaba abierto. «¿Qué hace usted, Sophie?», pregunté. Nadie contestó, pero una figura surgió del ropero, cogió la vela y empezó a examinar los vestidos. «¡Sophie!», volví a exclamar. La figura seguía en silencio. Me incorporé en la cama, me incliné hacia delante y sentí que se me helaba la sangre en las venas. Porque aquella mujer no era ninguna de las que en esta casa conozco; no era Sophie, ni Leah, ni Mrs. Fairfax, ni siquiera -estoy segura de ello- Grace Poole. 

-Forzosamente había de ser una de ellas -interrumpió Rochester. 

-No; le juro que no. La mujer que yo tenía ante mí no ha cruzado jamás sus miradas con las mías desde que vivo en Thornfield. Todo en su aspecto era nuevo para mí. 

-Descríbemela, Jane. 

-Me pareció alta y corpulenta, con una negra cabellera cayéndole sobre la espalda. No me fijé en cómo iba vestida; sólo sé que llevaba un traje blanco. 

-¿Le viste la cara? 

-Primero no. Pero luego cogió el velo, lo examinó largamente, se lo puso y se miró el espejo. Entonces distinguí su rostro en el cristal. 

-¿Cómo era? 

-Me pareció horrible. Nunca he visto cara como aquella: una cara descolorida, espantosa. Quisiera poder olvidar aquel desorbitado movimiento de sus ojos inyectados en sangre, y sus facciones hinchadas como si fuesen a estallar. 

-Los fantasmas son pálidos, por regla general. -Pues éste no lo era. Tenía los labios protuberantes y amoratados, arrugado el entrecejo, los párpados muy abiertos sobre sus ojos enrojecidos. ¿Sabe lo que me recordaba? 

-¿El qué?
-La aparición de las leyendas germanas: el vampiro...
-¡Ah! ¿Y qué hizo?
-Se quitó el velo de la cabeza, lo rasgó en dos, lo tiró al suelo y lo pisoteó.
-¿Y luego?
-Descorrió las cortinas de la ventana y miró hacia fuera. En seguida cogió la vela y 

se dirigió a la puerta. Se paró junto a mi lecho, apagó la bujía y se inclinó sobre mí. Tuve la sensación de que su rostro tocaba casi el mío y perdí el conocimiento. Es la segunda vez en mi vida -sólo la segunda- en que el terror me ha hecho desmayarme. 

-¿Y había alguien contigo cuando te recobraste? -Nadie. Era de día ya. Sumergí la cabeza en agua, bebí, comprobé que, aunque débil, no me encontraba enferma y determiné no comunicar a nadie aquella visión. Ahora dígame: ¿quién es esa mujer? 

-Una creación de tu mente. Tienes que cuidarte. Eres demasiado nerviosa.
-No fue cosa de mis nervios. Todo lo que digo ocurrió en realidad.
-¿También los sueños anteriores? ¿Acaso Thornfield Hall es una ruina? ¿Estoy 

separado de ti por insuperables obstáculos? ¿Te he abandonado sin una lágrima, sin un beso, sin una palabra? 

-Aún no. 

-¿Y parezco inclinado a hacerlo? Porque ya estamos en el día en que nos uniremos con un lazo indisoluble. Y una vez unidos, no se repetirán esas terroríficas alucinaciones, te lo aseguro... 

-¡Alucinaciones! ¡Qué más quisiera yo que lo fuesen! Y lo desearía ahora más que nunca, en vista de que usted no puede aclararme la personalidad de esa para mí extraña visitante. 

-Puesto que no puedo decírtelo, es que no ha existido, esto es seguro. 

-Cuando me he levantado esta mañana y he ido al ropero para asegurarme de que todo estaba en orden, he encontrado la prueba de que no había soñado: el velo, tirado en el suelo y partido en dos... 

Rochester se estremeció. Me abrazó por la cintura, exclamando:

-¡Gracias a Dios que ese velo ha sido lo único que ha sufrido daño! ¡Oh, cuando pienso en lo que pudo haber sucedido! 

Me apretó con tal fuerza contra su pecho, que casi no me dejaba respirar. Continuó, tras una pausa: 

-Te lo explicaré todo, Jane. Ha sido medio sueño y medio realidad. Sin duda una mujer entró en tu cuarto. Y no fue -no pudo ser- otra que Grace Poole. Te parece un ser 

extraño, y no te falta razón, si consideramos lo que nos hizo a Mason y a mí. Sin duda encontrándote medio dormida y algo febril, la viste entrar y le atribuiste una forma fantástica distinta a la que tiene en realidad: el largo cabello desmelenado, la faz oscura e hinchada, la exagerada estatura. Todo ello son ficciones de pesadilla. El episodio del velo es real, y muy apropiado al modo de ser de esa mujer. Ya veo que deseas preguntarme por qué conservo en mi casa a una persona así... Pues bien, te lo diré cuando llevemos casados un año y un día, pero no ahora ¿Estas satisfecha, Jane? ¿Aceptas esta solución del misterio? 

Reflexioné. Tal solución, en efecto, parecía la única verdadera. No me sentía satisfecha, pero por complacerle traté de parecerlo. Le correspondí, pues, con una sonrisa de aquiescencia. Y como era bastante más de la una, me dispuse a dejarle. 

-¿No duerme Sophie con Adèle? -me preguntó cuando cogí mi bujía.
-Sí.
-En el cuarto de Adèle hay sitio suficiente para ti. Debes dormir allí esta noche, 

Jane. No me extraña que el incidente que me has relatado te haya puesto nerviosa, y si pasas la noche sola no podrás dormir. Prométeme acostarte en la alcoba de Adèle. 

-Lo haré con gusto. 

-Y cierra la puerta por dentro. Despierta a Sophie cuando entres, con el pretexto de que te llame mañana temprano, para vestirte y desayunarte antes de las ocho. Y ahora basta de pensamientos sombríos. Olvida tus preocupaciones, Jane. ¿Oyes en qué suave brisa se ha convertido el viento de antes? Tampoco la lluvia bate ya los cristales. Mira qué noche tan hermosa -concluyó, corriendo el visillo para que yo mirara. 

Era cierto. La mitad del cielo estaba azul y límpido. Las nubes, impulsadas por el viento, desaparecían, formando grandes y argentadas masas, en el horizonte. La luna brillaba, serena. 

-¿Cómo se siente ahora mi Jane? -preguntó mirándome a los ojos.
-La noche es serena y yo también lo estoy.
-Nada de soñar esta noche con terrores y pesadillas, sino con dulces sueños de amor 

y de felicidad.
Su deseo se cumplió a medias, porque no tuve ni pesadillas ni sueños agradables, ya 

que no dormí nada. Con Adèle entre los brazos velé su sueño -e1 sueño tranquilo, despreocupado y puro de la infancia- y así esperé que alborease el día. En cuanto el sol salió, me levanté. Recuerdo cuando me separé de Adèle abrazada a mí, cómo separé sus bracitos de mi cuello y cómo lloré, mirándola, con emoción reprimida, para que mis sollozos no turbaran su sueño. Ella simbolizaba para mí la vida pasada, como mi prometido, al que iba ahora a reunirme, simbolizaba mi ignorado porvenir, temido, pero adorado. 

XXVI
Sophie vino a las siete a vestirme, en lo que tardó bastante, hasta el punto de que 

Rochester, impaciente, sin duda, por mi tardanza, envió a preguntar el motivo de que yo no acudiera. En aquel momento ella estaba colocando sobre mi cabeza el velo -que al fin había tenido que ser mi liso velo de blonda- y sujetándolo con un broche. Me escapé de entre sus manos en cuanto pude. 

-¡Espere! -exclamó ella, en francés-. ¡No se ha mirado aún al espejo! 

Me volví desde la puerta y vi en el cristal una figura tan distinta, con su velo y sus ropas, de la mía, que casi me pareció otra persona. 

-¡Jane! -gritó una voz.
Bajé apresuradamente. Rochester me recibió al pie de la escaleras.
-Vamos -dijo-. Estoy ardiendo de impaciencia; ¡hay que ver lo que tardabas! 

Me condujo al comedor, me examinó y dijo que yo era «tan bonita como un lirio, y no sólo el orgullo de su vida, sino el encanto de sus ojos». Luego agregó que me concedía diez minutos para desayunar y tocó la campanilla. 

-¿Ha enganchado John el coche? -Sí, señor.
-¿Y el equipaje? -Están sacándolo.
-Vaya a la iglesia, vea si está el Padre Wood y el sacristán y vuelva a decírmelo. Como no ignora el lector, la iglesia estaba muy cerca. El criado, pues, regresó 

enseguida.
-El Padre Wood, señor, estaba poniéndose la sobrepelliz.
-¿Y el coche? -Ya está.
-No iremos en él a la iglesia, pero necesitamos que esté listo para cuando 

regresemos, con el equipaje colocado y el cochero en el pescante.
-Bien, señor. -¿Estás ya, Jane?
Me levanté. Sólo Mrs. Fairfax estaba en el vestíbulo cuando pasamos. Hubiera

querido hablarla, pero una mano de hierro asió mi brazo y me vi obligada a caminar a un paso que apenas me era posible mantener. Una mirada al rostro de Rochester me indicó que él no quería perder ni un segundo. 

No sé si el día era bueno o malo, porque, mientras nos dirigíamos a la iglesia, yo no miraba ni la tierra ni el cielo. Mi corazón estaba todo en mis ojos, y éstos contemplaban, estáticos, a Rochester, buscando en su apariencia la exteriorización de los sentimientos que parecía reprimir con dificultad. 

Se paró ante la puerta del cementerio al notar que yo no podía ya ni respirar, y me dijo: 

-Mi amor es un poco cruel... Descansa un momento, Jane. 

Y entonces pude distinguir la parda y antigua casa de Dios alzándose ante mí. Una corneja volaba en torno al campanario bajo el cielo carmesí de la mañana. Entre los verdes montículos de las tumbas vi las figuras de dos forasteros que se detenían entre ellas para leer los epitafios de sus lápidas. Noté que, al atisbarnos, desaparecieron detrás de la iglesia y no dudé de que iban a asistir a la ceremonia. Pero Rochester no les observó, porque su mirada se concentraba en mi rostro, del que me parece que habían huido todos los colores. Yo tenía la frente húmeda y los labios fríos. Cuando hube descansado, él me condujo lentamente hasta el pórtico. 

Entramos en el silencioso y humilde templo. El sacerdote, revestido con su blanca sobrepelliz, estaba ante el altar y el sacristán a su lado. No había nadie más, excepto dos sombras que se agitaban en un remoto rincón. Mi suposición había sido acertada. Los dos desconocidos, entrando antes que nosotros, se hallaban dentro inclinados ahora sobre la cripta que guardaba los restos de los Rochester, y contemplando las tumbas de mármol en las que un ángel arrodillado custodiaba los restos de Damer de Rochester, muerto en Marston Moor durante las guerras civiles, y de Elizabeth, su mujer. 

Nos arrodillamos ante la barandilla donde los fieles se posternaban para comulgar. Oí un paso cauteloso a mis espaldas y, volviendo un poco el rostro, vi a uno de los dos forasteros, un caballero por las apariencias, que se aproximaba al presbiterio. Comenzó el servicio. Se hizo primero la manifestación de nuestro propósito de contraer matrimonio y después el sacerdote avanzó hacia nosotros y dijo: 

-Os pido que ambos declaréis (como si contestarais cuando, el Día del Juicio, los secretos de todos los corazones sean declarados íntegramente) si cualquiera de vosotros tiene o cree tener impedimentos de cualquier clase que os impidan uniros en matrimonio legal, porque, de existir, aunque os unierais, vuestro matrimonio no sería válido ante Dios ni, por tanto, legal. 

Calló, según costumbre. ¿Hay acaso alguna ocasión en que ese silencio formulario sea roto? Quizá no suceda ni una vez en cien años. El sacerdote, que no había separado los ojos de su libro, y que sólo se había interrumpido por un momento, iba a continuar. Ya su mano se dirigía a Rochester y sus labios se abrían para preguntarle si me tomaba por legítima esposa, cuando una voz clara y muy próxima dijo: 

-Ese matrimonio no puede efectuarse. Afirmo que existe un impedimento. 

El sacerdote miró al que hablaba y permaneció mudo. El sacristán hizo lo mismo. Rochester dio un salto, como si hubiera sentido temblar la tierra bajo sus pies. En seguida recuperó su serenidad y, sin volver la cabeza, dijo: -Continúe. 

A su palabra, pronunciada en voz baja y clara, siguió un profundo silencio. El padre Wood repuso: 

-No puedo continuar antes de que se investigue la certeza o falsedad de lo que acaba de asegurarse. 

No debe celebrarse la ceremonia -repitió la voz de antes-. Puedo probar que existe un insuperable impedimento. 

Rochester oyó, pero no movió la cabeza. Permanecía obstinado y rígido. Su mano asía la mía, y aquella mano ardiente parecía de hierro. En cambio, su rostro cuadrado, su frente enérgica, estaban pálidos como el mármol. Sus ojos brillaban, atentos, inmóviles y, sin embargo, con una expresión casi feroz. 

-¿De qué clase es ése impedimento? -preguntó el turbado padre Wood-. Acaso sea hacedero eliminarlo... 

-Difícilmente -dijo la voz de antes-. He dicho que era insuperable y he hablado sabiendo lo que decía. 

El desconocido se acercó a la barandilla y siguió, con energía y claridad, pero sin alzar la voz: 

-El impedimento consiste en que Mr. Rochester está casado y su mujer vive aún. 

Aquellas palabras, pronunciadas en voz baja, hicieron vibrar mis nervios cual si hubieran sonado fuertes como el trueno. Mi sangre sintió una impresión tal como el fuego o el hielo no hubieran sido capaces de producir. Miré a Rochester y él me miró: sus ojos permanecían fijos y duros, en actitud de desafiar al mundo entero. Sin hablar, sin sonreír, sin indicio alguno de que me considerase como un ser viviente, ciñó mi talle con la mano y me atrajo hacia sí. 

-¿Quién es usted? -preguntó al intruso. -Me llamo Briggs, procurador de Londres. - ¿Y asegura usted que soy casado? 

-Puedo asegurar la existencia de su mujer. La ley lo reconocerá, si usted lo niega. -Hágame el favor de decirme su nombre, quiénes eran sus padres, dónde nació... -Con mucho gusto.
El señor Briggs sacó un papel de su bolsillo y leyó con una voz nasal, protocolaria: -«Afirmo y puedo probar que el 20 de octubre de... (una fecha de quince años antes), 

Edward Fairfax Rochester, de Thornfield Hall, en el condado de... y de Ferndean Manor, en... (Inglaterra), casó con mi hermana Bertha Antoinette en Puerto España (Jamaica), en la iglesia de... Poseo una copia del certificado de su partida de casamiento. Firmado: Richard Mason.» 

-Aun suponiendo que se tratara de un documento auténtico eso probaría que he estado casado, pero no que mi mujer viva aún. 

-Vivía hace tres meses -replicó el procurador. -¿Cómo lo sabe? -Tengo un testigo del hecho.
-Preséntelo o váyase al infierno, si no...
-Prefiero presentarlo. Está aquí Mr. Mason: tenga la bondad. 

Rochester, al oír tal nombre, rechinó los dientes y experimentó un estremecimiento convulsivo El otro forastero, que hasta entonces permaneciera retirado, avanzó y la pálida faz de Mason en persona apareció sobre el hombro del procurador. Rochester se volvió y le miró. Una sombría luz brilló en sus ojos, la sangre afluyó a sus morenas mejillas y su fuerte brazo se distendió. Hubiera podido aplastar a Mason, de un golpe, sin duda. Pero Mason dio un salto hacia atrás, gritando: «¡Dios mío!», y la furia de Rochester se desvaneció. Limitóse a preguntarle: 

-¿Qué tienes que decir?
De los pálidos labios de Mason escapó una réplica inaudible.
-El diablo te lleve si no contestas con más claridad. ¿Qué tienes que decir, repito? -Señor -interrumpió el sacerdote-, no olvide que está usted en un sitio sagrado -y 

dirigiéndose a Mason le preguntó con amabilidad-: ¿Le consta a usted que la esposa de este caballero vive realmente? 

-¡Ánimo! -intervino el procurador-. Hable. -Vive en Thornfield Hall -dijo Mason, más claramente-. La vi en abril pasado. Soy su hermano. 

-¡En Thornfield Hall! -exclamó el sacerdote-. Es imposible. Hace mucho que habito en la vecindad y jamás he oído hablar de ninguna Mrs. Rochester en esa casa. 

Una horrible sonrisa contrajo la boca de Rochester al contestar: 

-Ya me preocupé bastante de que nadie supiera nada de ella, al menos como mi mujer. 

Calló, reflexionó durante unos minutos y, al fin, como si hubiese adoptado una resolución, habló: 

-Basta, acabemos de una vez. Wood, cierre el libro y quítese la sobrepelliz. Usted, John Green -se dirigía al sacristán-, puede irse. Por hoy no se celebra la boda. 

El hombre obedeció. Rochester siguió diciendo: -Ciertamente, la palabra bigamia suena muy mal. Sin embargo, yo iba a convertirme en bígamo, de no habérmelo impedido el destino o la Providencia. Quizá esta última... Reconozco que he obrado diabólicamente... Señores: mi plan ha fracasado. Lo que este procurador y su cliente aseguran es verdad. Estoy casado y mi mujer vive aún. Es verdad que usted no ha oído hablar de mi mujer, Wood, pero sí le habrán mencionado una loca que albergo en mi casa. Algunos le dirían que se trata de una hermana bastarda, otros le afirmarán que es una antigua amante. Pero declaro ahora que es mi mujer, con la que me casé hace quince años. Se llama Bertha Mason y es hermana de este atrevido personaje, que con su temblor y su palidez les demuestra lo que un bravo corazón masculino es capaz de afrontar. Tranquilízate, Dick, no temas; no te pegaré. ¡Casi sería capaz de pegar a una mujer antes que a ti! Bertha Mason está loca y desciende de una familia cuyos miembros han sido locos o maniáticos a lo largo de tres generaciones. La madre de mi mujer estaba loca y alcohólica. Lo supe después de casado, porque, desde luego, me ocultaron antes tales secretos de familia. Bertha, como buena hija, imitaba a su genitora en ambos aspectos. Tuve una encantadora compañera. ¡No pueden imaginarse lo admirable que era y lo feliz que fui yo con aquella mujer pura, prudente y modesta... ! ¡Oh, qué escenas hubo entre nosotros! ¡Una cosa celestial! Pero sobra entrar en más explicaciones. Briggs, Wood, Mason: les invito a venir a mi casa a conocer a la paciente de Grace Poole y esposa mía. Así verán ustedes con qué clase de ser me casé y si tengo o no derecho a romper el pacto matrimonial y buscar consuelo en un ser que ni siquiera pueda llamarse humano. Esta muchacha, Wood -agregó, mirándome-, no conocía el secreto más que usted mismo, y creía que todo era limpio y legal. Jamás pudo ocurrírsele que iba a unirse a un hombre ligado a una compañera malvada, loca y embrutecida. ¡Ea, óiganme! 

Salió de la iglesia arrastrándome consigo. Los tres hombres nos seguían. Ante la casa encontramos el coche. 

-Llévelo a la cochera, John -dijo fríamente Rochester-. Hoy no nos hace falta.
Al entrar, Mr. Fairfax, Adèle, Sophie y Leah avanzaron a nuestro encuentro. -¡Alto! -gritó Rochester-. Nada de felicitaciones. ¿Para qué las quiero? ¡Llegan con 

quince años de retraso!
Subió las escaleras, siempre llevándome tomada del brazo y siempre seguidos los 

dos de los hombres. Cruzamos la galería y ascendimos al tercer piso. La llave maestra que llevaba Rochester nos abrió paso al cuarto tapizado, con su enorme lecho y su gabinete de puertas pintadas. 

-Tú ya conoces el sitio -dijo Rochester a Mason-. Aquí es donde ella te mordió. 

Corrió las tapicerías que cubrían la pared, descubriendo otra puerta, que abrió seguidamente. Nos hallamos en una habitación sin ventanas, en la que ardía una lumbre protegida por un alto y fuerte guardafuegos. Del techo pendía una lámpara sostenida por una cadena. Grace Poole, inclinada sobre el fuego, parecía cocinar algo en una cacerola. En el fondo del cuarto se veía una figura que se movía de un lado para otro. No era fácil, a primera vista, percibir si se trataba de un ser humano o no, ya que en aquel momento se arrastraba en cuatro pies y gruñía como un animal feroz, pero iba vestida y una oscura cabellera cubría su cabeza y su rostro. 

-Buenos días, Grace -dijo Rochester-: ¿Cómo está usted? ¿Y la persona que tiene a su cargo? 

-No vamos mal, señor-replicó Grace, dejando cuidadosamente la cazuela a un lado de la lumbre-. Está algo arisca, pero no furiosa. 

En aquel momento, un grito penetrante pareció desmentir aquella aserción. La hiena vestida se puso en pie, mostrándose en toda su elevada estatura. 

-¡Les ha visto, señor! -exclamó Grace-. Vale más que se vayan. 

-Sólo estaremos unos momentos, Grace. Tráigala. -Tenga cuidado, señor. ¡Por amor de Dios, tenga cuidado! 

La loca avanzó, separó de su rostro el cabello que lo cubría y miró con fiereza a sus visitantes. Reconocí bien aquel rostro encendido, aquellas facciones hinchadas. Grace se adelantó. 

-Sepárense -dijo Rochester, apartándola-. Ya estoy prevenido. Supongo que ahora no tendrá un cuchillo, ¿eh? 

-Nunca se sabe lo que puede tener, señor. Es tan astuta, que con ella no hay precaución que valga. -Valdrá más que nos vayamos -murmuró Mason. -¡Vete al diablo! -contestó su cuñado. -¡Cuidado! -gritó Grace. 

Los tres visitantes retrocedieron a la vez. Rochester se puso delante de mí. La loca cayó sobre él y asió rabiosamente su garganta, mientras trataba de morderle el rostro. Ambos forcejearon. Ella era alta y corpulenta, tanto como su marido, y estaba dotada de una fuerza tremenda. Varias veces estuvo a punto de derribar a Rochester, a pesar de lo vigoroso que éste era. Cierto que él hubiera podido inmovilizarla, descargándole un golpe violento, pero no intentaba más que sujetarla. Al fin logró tomarla por los brazos. Grace Poole le tendió una cuerda y Rochester ató a la espalda las muñecas de la loca, lo que realizó a despecho de las sacudidas y empellones que ella daba. Entonces, Rochester se volvió a los espectadores y les contempló con una sonrisa triste y amarga. 

-¡Esta es mi mujer! -exclamó-. Tales son las únicas relaciones que puedo mantener con ella. ¡Y ésta -añadió, poniendo su mano en mi hombro-, esta muchacha es la que yo deseaba tener, ésta que veis, grave y silenciosa en la misma boca del Infierno, contemplando sin perder la serenidad las gesticulaciones de ese demonio! ¡Aprecien la diferencia, Wood y Briggs! Comparen estos ojos límpidos con esos ojos inyectados en 

sangre, este rostro con esa máscara, y júzguenme, usted, sacerdote de Dios, y usted, hombre de leyes. Júzguenme y recuerden que como juzguen serán juzgados. Y ahora vámonos. 

Todos nos retiramos. Rochester se detuvo unos momentos más, dando órdenes a Grace. El procurador me habló cuando bajábamos la escalera. 

-Su tío, señorita -dijo-, celebrará saber que la hemos evitado un grave disgusto, si vive aún cuando Mr. Mason pase por Madera.

-¿Mi tío? ¿Lo conoce usted? 

-Le conoce Mr. Mason. Mr. Eyre ha sido su corresponsal en Funchal durante varios años. Cuando su tío recibió la carta de usted notificándole su próxima boda con Mr. Rochester, Mr. Mason se hallaba en Madera para mejorar su salud antes de continuar a Jamaica. Mr. Eyre le habló del asunto, porque sabía que mi cliente era pariente de una persona llamada Rochester. Mr. Mason, tan asombrado y disgustado como usted puede suponer, le reveló cuál era el verdadero estado de cosas. Siento decirla que su tío padece ahora una enfermedad que, desgraciadamente, deja pocas esperanzas de curación. No podía, pues, venir a Inglaterra para impedir que usted cayese en la trampa que se le tendía, pero rogó a Mr. Mason que volviese y evitara el ilegal matrimonio. Mr. Mason consultó conmigo, que he puesto en el asunto todo interés. Celebro haber llegado a tiempo. Si no tuviera la certeza íntima de que su tío habrá fallecido, antes de que usted pudiera llegar a Madera, la aconsejaría que fuese allí con Mr. Mason, pero en el estado actual de cosas, creo que vale más que se quede en Inglaterra hasta que reciba noticias acerca de su tío. -Y preguntó a Mason-: ¿Tenemos algo más. que hacer aquí? 

-No, no, vámonos -contestó Mason apresuradamente. 

Sin despedirse de Rochester, ganaron la puerta de la casa. El sacerdote se detuvo algo más para dirigir algunas palabras, de reproche o reprimenda, a su perverso feligrés, y cumplido tal deber, se marchó. 

Le sentí bajar a través de la entornada puerta de mi habitación, a la que me había retirado. Corrí el cerrojo y procedí -sin lágrimas ni lamentos- a sustituir en mis maletas las ropas de boda por mis antiguos vestidos. Una vez hecho esto, me senté. Sentíame febril y fatigada. Apoyé los brazos en la mesa y descansé la cabeza sobre mis brazos. Ahora comenzaba a sentir. Hasta entonces había visto, oído y actuado, pero ahora sentía y pensaba. 

La mañana había transcurrido con bastante tranquilidad -a excepción de la escena con la loca-, ya que la conversación de la iglesia no había tenido el carácter de altercado. No hubo amenazas, desafíos, lágrimas ni sollozos. Alguien alegó serenamente un impedimento al matrimonio, se cambiaron breves preguntas y respuestas, mi prometido reconoció la verdad, se vio la prueba viviente de ella, los intrusos se fueron y todo quedaba en paz. 

Yo me hallaba en mi cuarto, como de costumbre, sin que nada hubiese cambiado en mí. Sin embargo, ¿qué era de la Jane Eyre de la víspera? ¿Qué de sus perspectivas y esperanzas? 

Jane Eyre, que era el día anterior una mujer llena de dulces anhelos, una casi desposada, se había convertido otra vez en una muchacha desamparada y sola, con una vida gris, llena de desoladas perspectivas ante ella. La nieve de diciembre había caído en medio del verano, el hielo helaba las manzanas maduras, un viento invernal arrancaba de sus tallos las rosas. Los bosques, que doce horas antes mostrábanse fragantes y espléndidos como tropicales árboles, eran ahora inmensos, solitarios, glaciales como los bosques de pinos en el invierno de Noruega... Mis esperanzas habían muerto de repente; mis deseos, el día anterior rebosantes de vida, estaban convertidos en lívidos cadáveres. Y mi amor, aquel sentimiento que Rochester había despertado en mí, 

yacía, angustiado, en mi corazón, como un niño en una cuna fría. Ya no podía buscar el brazo de Rochester ni encontrar calor en su pecho. Mi fe y mi confianza quedaban destruidas. Rochester no volvería a ser para mí lo que fue, porque resultaba distinto a como yo le había imaginado. No deseaba increparle ni quería reprocharle su traición, pero se me aparecía privado de la sinceridad que yo le atribuyese. Debía marchar de su lado. Cuándo y cómo, no lo sabía, pero adivinaba que él mismo me aconsejaría partir de Thornfield. Era imposible, a mi juicio, que hubiese sentido hacia mí verdadero afecto; sólo fue, sin duda, un capricho momentáneo. Debía procurar no cruzarme en su camino, porque ahora mi presencia había de resultarle odiosa, sin duda. ¡Oh, qué ciega había estado! ¡Qué débil había sido! 

Cerré los ojos. La oscuridad me rodeó. Sentí una inmensa lasitud y parecióme yacer en el lecho de un río seco, sintiendo retumbar entre las lejanas montañas el rumor del torrente que se aproximaba por el cauce. Pero no deseaba incorporarme ni tenía fuerzas para huir de la riada. Al contrario: ansiaba la muerte. En aquel momento pensé en Dios, y mentalmente le dirigí una plegaria: «Ayúdame, ya que nadie me ayudará, en la turbación que me amenaza.» 

Y la turbación cayó sobre mí. Todo el peso de aquel torrente que oía avanzar, gravitó sobre mi corazón. La conciencia de mi vida rota, de mi amor perdido, de mi esperanza deshecha, me abrumó como una inmensa masa. Imposible describir la amargura de aquel momento. Bien puede decirse que «las olas inundaron mi alma, me sentí hundir en el légamo, en el seno de las aguas profundas, y las ondas pasaron sobre mi cabeza». 

XXVII
Varias veces durante la tarde, mientras el sol declinaba, me pregunté: «¿Qué haré?» Pero la respuesta que me daba la razón: «Vete en seguida de Thornfield», me era tan 

dura de oír, que procuraba tapar los oídos a tal consejo, y me decía: «Lo peor no es que haya dejado de ser la prometida de Edward Rochester. Este brusco despertar del más bello sueño, este hallar que cuanto imaginara era falso y vano, puedo soportarlo por horroroso que sea. Pero la idea de abandonarle es, resuelta, indudable y enteramente imposible. No puedo hacerlo.» 

Una voz interior me objetaba que sí podía y debía hacerlo. La conciencia, inexorable, asió la pasión por el cuello, la vituperó, la pisoteó bajo sus pies. 

«Déjame buscar la ayuda de alguien», gemí. 

«No; tú sola debes ayudarte; tú debes arrancar, si es necesario, tu ojo derecho y cortar tu propia mano. Sólo tu corazón debe ser la víctima de tu error.» 

Me incorporé, aterrorizada de aquella soledad en la que oía pronunciar tan despiadado juicio y del silencio que llenaba aquella inexorable voz. Al ponerme en pie sentí que se me iba la cabeza. No sólo estaba agotada por la excitación, sino extenuada, ya que no había comido ni bebido nada en todo el día. Y entonces reparé en que nadie había venido a verme, ni preguntado por mí. Ni Adéle había llamado a mi puerta, ni Mrs. Fairfax me había avisado para comer. «Los amigos siempre olvidan a quienes olvida la fortuna», pensé. Descorrí el cerrojo y salí. Tropecé con un obstáculo y estuve a punto de caer. Me sentía débil y mareada. Un brazo vigoroso me sujetó. Rochester, sentado en una silla, se hallaba ante el umbral de mi habitación. 

-Al fin sales -dijo-. Hace mucho que espero y escucho. Ni un movimiento, ni un solo sollozo he sentido. ¡Cinco minutos más de esta espera intolerable y habría forzado la puerta, como un ladrón! ¡Oh, preferiría que me apostrofases de vehemencia, que tus lágrimas manaran sobre mi pecho! Pero me he equivocado. ¡No lloras! Tu rostro está pálido y tus ojos marchitos, pero en ellos no hay huellas de lágrimas. Temo que sea tu 

corazón el que haya vertido lágrimas de sangre... Dime algo, Jane. ¿No me reprochas? ¿No se te ocurre nada ofensivo que decirme? Te veo inmóvil, pasiva, mirándome con serenidad... No me propuse herirte, Jane. Estoy en la situación del pastor que tuviera una oveja, a la que quisiera como si fuera su hija, con quien compartiera su pan y su agua, y a la que un día degollara por error. Sí, ése es mi estado de alma... ¿No me perdonarás nunca? 

¡Le perdoné en aquel mismo momento, lector! ¡Había tan profundo remordimiento en sus ojos, tan sincera compasión en su acento y, sobre todo, tan inalterable amor en él y en mí! Sí; le perdoné con todo mi corazón, aunque no lo expresase con palabras. 

-¿Sabes que soy un canalla, Jane? -me preguntó, tras un largo silencio, atribuyendo, sin duda, mi silencio y mi calma más al abatimiento que a mi propia voluntad. 

-Sí.
-Dímelo, pues, con franqueza, con dureza. No calles nada.
-No puedo. Me siento muy enferma y cansada. Tengo sed...
Emitió un profundo suspiro y, tomándome en sus brazos, me hizo bajar las 

escaleras. No me di cuenta al principio de adónde me llevaba. Luego sentí el estimulante calor del fuego. A pesar de estar en verano, me sentía fría como el hielo. Me ofreció una copa de vino y me sentí revivir. Comí algo que me dio y recuperé totalmente mis energías. Me encontré en la biblioteca, sentada en el sillón donde él solía sentarse. Rochester estaba a mi lado. Pensé que me valdría más morir en aquel momento. Sabía que debía abandonarle, y, sin embargo, no quería, no podía hacerlo. 

-¿Cómo estás ahora, Jane? -Mucho mejor.
-Toma más vino.
Le obedecí. Dejé el vaso en la mesa y me miró con detenimiento. Se volvió de 

repente, lanzando una vehemente exclamación, comenzó a pasear por el cuarto y al fin se inclinó hacia mí como para besarme. Recordando que ahora las caricias estaban prohibidas entre nosotros, aparté el rostro. 

-¡Cómo! -exclamó Rochester. Y agregó amargamente-: Ya: no quieres besar al marido de Bertha Mason. Supongo que consideras que con las caricias de ella tengo bastante. Me tienes sin duda por un odioso intrigante que me preparaba a hacerte perder el honor y el decoro. Si no lo dices es: primero porque te faltan las fuerzas, segundo porque no te acostumbras a la idea de acusarme e increparme y, en fin, porque las puertas de tus lágrimas están abiertas y si hablases mucho romperías en llanto. Sé que no quieres llorar, explicarte, hacer una escena, sino que te propones, en vez de hablar, actuar. Lo sé. Estoy preparado a ello. 

-No deseo proceder contra usted -dije con entrecortada voz. 

-En el sentido que tú das a las palabras, no; pero en el que yo le doy, sí. Te aprestas a aniquilarme. Piensas que, puesto que soy un hombre casado, debes apartarte de mi camino. Por eso ahora no has querido besarme. Te propones convertirte para mí en una extraña, vivir bajo mi mismo techo exclusivamente como institutriz de Adèle, rechazando mis palabras y mis aproximaciones como si fueras de piedra y de hielo. 

-Señor -repuse-: todo ha cambiado para mí de tal forma que, para evitar enojosos recuerdos e ideas tristes, es preciso que busque usted una nueva institutriz para Adèle. -Adèle irá a un colegio. No deseo atormentarte reteniéndote en Thornfield Hall. Y 

ahora debo decirte que, si al principio oculté la existencia de una perturbada aquí, era porque temía que ninguna institutriz hubiera querido residir en una casa en esas condiciones. Cierto que yo podía haber llevado a la loca a otro sitio aún más escondido que poseo: Ferndean Manor, cuya insalubre situación en el corazón de un bosque tal vez me hubiera librado tan pronto de esa carga que arrastro. Pero por perversas que sean mis 

inclinaciones, la de acometer un asesinato indirecto no figura entre ellas. Ocultarte la existencia de esa loca era inútil, lo reconozco... Toda la casa, toda la vecindad, está emponzoñada con su presencia. Pago doscientas libras al año a Grace Poole para que custodie a esa bruja infernal que tú llamas mi mujer. Y dentro de poco, su hijo, que es celador en el asilo de Grimsby, vendrá a ayudarle en su tarea de vigilar a mi mujer cuando sufre esos paroxismos en cuyo curso incendia camas, muerde y... 

-Es usted implacable con esa desventurada señora -interrumpí-. La menciona usted con aversión y odio, como si ella tuviese la culpa de su locura. 

-Jane, queridita (y perdona que te llame así, porque para mí lo eres), me juzgas mal. ¿Crees que yo te odiaría si tú estuvieses loca? 

-Sin duda. 

-Te engañas. Ignoras cómo soy, la clase de amor que soy capaz de experimentar. Te quiero más que a mí mismo, y si sufrieses, te querría más aún. Tu inteligencia es mi tesoro y si se perturbase me serías todavía más amada. Aunque enloquecieses, aunque te lanzases sobre mí como esa mujer esta mañana, te recibiría con un abrazo. No me apartaría de ti con horror, como de ella, y nadie te cuidaría más que yo mismo. Y no sería menos tierno para ti aunque no me dedicases una sonrisa ni me reconocieran tus ojos. Pero no sigamos hablando de eso. Yo me refería a hacerte partir de Thornfield. Todo está preparado para tu marcha. Mañana puedes irte. Sólo te pido que pases una noche más bajo este techo y luego ¡adiós miserias y terrores! No faltará un lugar que sea como un santuario donde refugiarse y olvidar los resultados odiosos... 

-Quédese con Adèle -interrumpí-: será una compañera para usted. 

-Ya te he dicho que la enviaré a un colegio. ¿Para qué me sirve la compañía de una niña? ¡Y ni siquiera mi propia hija, sino la bastarda de una bailarina francesa! ¿Por qué me importunas aconsejándome que la conserve en mi compañía? 

-Porque hablaba usted de retirarse, y la soledad y el retiro no serán beneficiosos para usted. 

-¡Soledad! -repitió él, con irritación-. Es preciso que nos expliquemos. No sé lo que significa la expresión enigmática de tu rostro, pero lo que yo me propongo, sí lo sé. Tú compartirás mi soledad. 

Moví negativamente la cabeza. Hacía falta cierto valor para manifestar aquella oposición, dado lo excitado que él se encontraba. Interrumpió sus paseos, se detuvo ante mí y me miró. Separé mis ojos de los suyos y los fijé en el fuego, esforzándome en adoptar un aspecto sereno y recogido. 

-Ya hemos tropezado con una dificultad de tu temperamento -dijo con más calma de la que cabía esperar de su aspecto-. Hasta ahora tu carácter iba devanándose suavemente como un carrete de seda, pero yo sabía que alguna vez habríamos de encontrar un nudo... ¡Y ya lo tenemos aquí! 

Volvió a pasear, se paró en seguida y me habló acercando su boca a mi oído. -Jane, ¿quieres oír la voz de la razón? ¡Porque, si no, emplearé la violencia!
Su voz, su aspecto, eran los de un hombre que ha llegado al límite de lo que puede 

soportar y está dispuesto a entregarse a cualquier exceso. En otro momento, no hubiera estado en mi mano dominarle. Ahora comprendí que un movimiento cualquiera, fuese de temor, de repulsión, o de huida, hubiese producido consecuencias irreparables. Yo no le temía. Me sentía fortalecida por una fuerza misteriosa. La situación era expuesta, pero no dejaba de tener cierto atractivo, análogo a la emoción que deben experimentar los indios cuando remontan una torrentera en sus frágiles canoas. Cogí la mano de Rochester, y le dije, suavemente: 

-Siéntese, hable lo que quiera y diga cuanto le plazca, sea razonable o no. 

Se sentó, mas no habló inmediatamente. Hasta entonces yo había reprimido mis lágrimas, temiendo que le disgustasen, pero ahora no tenía por qué contenerlas. Si le desagradaban, tanto mejor. 

Oí su voz diciéndome que no sollozara. Repuse que no me era posible dejar de llorar mientras le viera en aquel estado. 

-No estoy furioso contra ti, Jane. Como te quiero mucho no he podido soportar la expresión resuelta y helada de tu rostro. Vamos, sécate las lágrimas. 

La aumentada dulzura de su voz me hizo comprender que se había tranquilizado. Me tranquilicé, pues, a mi vez. Él trató de apoyar su cabeza sobre mi hombro, pero no se lo permití. Trató de atraerme hacia sí. Me negué. 

-Jane, Jane -dijo con tan amarga tristeza que me hizo estremecer hasta el fondo de mi alma-, no me quieres ¿verdad? No deseabas ser mi mujer sino por las ventajas que te traía, ¿eh? Ahora que me consideras imposible como marido, te repugna mi contacto como el de un sapo o un mono. 

Aquellas palabras me hirieron. ¿Qué podía contestarle? Probablemente lo mejor hubiera sido no decir ni hacer nada, pero no pude contener el deseo de calmar su dolor: 

-Le quiero -dije- más que nunca. Se lo digo por última vez, porque no puedo permitirme ese sentimiento. 

-¡Por última vez, Jane! ¿Es posible que pienses vivir a mi lado, verme a diario y mantenerte siempre fría y distante de mí? 

-No, eso no sería posible. Sólo cabe una solución, pero temo enfurecerle si la menciono. 

-¡Menciónala! Tú sabes calmar mis exaltaciones. -Mr. Rochester, es preciso que me separe de usted. -¿Por cuánto tiempo? Supongo que por el preciso para peinarte, porque estás desmelenada, y para lavarte, porque tienes la cara ardiendo. 

-Tengo que irme de Thornfield, separarme de usted para siempre, y empezar una nueva vida en otro ambiente y entre otras personas. 

-Lo mismo creo, prescindiendo a la locura de alejarte de mí. Iremos a sitios donde no nos conozcan y serás, de hecho y ante el mundo, mi mujer. Te tendré a mi lado y no me separaré de ti mientras viva. Iremos a algún sitio del sur de Francia; viviremos en una villa blanca, frente al Mediterráneo. Y allí llevaremos una vida honorable, segura y feliz. No veas egoísmo en mí, no creas que trato de hacerte mi amante. ¿Por qué mueves la cabeza, Jane? Debes ser razonable. De lo contrario, volveré a ponerme frenético. 

Temblaban su voz y sus dedos, las aletas de su nariz se dilataban, sus ojos despedían lumbre. Sin embargo, me atrevía a contestar:

-Su mujer existe, como usted mismo ha reconocido, y si yo viviese con usted en la forma que se indica, no sería más que su amante. 

-Jane: no soy un hombre de buen carácter; no soy capaz de soportar mucho; no soy desapasionado y frío. Toca mi pulso. 

Me presentó la muñeca. La sangre había huido de sus mejillas y sus labios, lívidos a la sazón,.y parecía afluir en tumulto a sus manos. Hacerle sufrir con una negativa implacable era cruel, tratar de tranquilizarle era imposible, y complacerle, más aún. Hice, pues, lo que todos los seres humanos en tales extremos. Las palabras «¡Dios me ayude!» brotaron, casi voluntariamente, de mis labios. 

-¡Qué necio soy! -exclamó Rochester súbitamente-. No te he explicado aún las circunstancias en que me uní a esa infernal mujer ni su carácter. Cuando lo sepas todo, Jane, estoy seguro de que concordarás conmigo. Pon tu mano en la mía para sentirme seguro de tu proximidad y en pocas palabras te lo explicaré todo. ¿Me escucharás? 

-Le escucharé cuanto quiera, aunque sea varias horas. -Bastan unos minutos. ¿Has oído decir, Jane, que yo no era el primogénito de mi familia, sino que tenía un hermano mayor? 

-Mrs. Fairfax me lo dijo una vez.
-¿Y sabes también que mi padre era un hombre avaro, sórdido?
-Algo de eso he oído.
-Bien: entonces no te extrañará saber que no quería distribuir sus propiedades 

dándome una parte a mí. Como, por otro lado, tampoco querría que un hijo suyo fuese un pordiosero, arregló para mí un matrimonio con una mujer rica. Tenía en las Antillas un antiguo amigo: Mason, un plantador de Jamaica. Mi padre sabía que sus posesiones eran muy importantes. Mason tenía un hijo y una hija y dotaba a ésta con treinta mil libras. A mi padre le pareció bastante. Cuando salí del colegio me enviaron a Jamaica. Mi padre no me había hablado de la fortuna de mi futura mujer, pero me había dicho que era la beldad más cortejada de la isla, y en eso no mentía. A mí me pareció una bella mujer, alta, morena, majestuosa, por el estilo de Blanche Ingram. Su familia deseaba asegurarme, porque yo pertenecía a una casta ilustre, y lo consiguieron. Me invitaban, me hacían ver a Bertha Mason en reuniones en las que descollaba por sus espléndidos atavíos. Raras veces hablábamos a solas. Bertha me lisonjeaba todo lo que podía. Cuantos hombres giraban en torno suyo la admiraban a ella y me envidiaban a mí. Excitado por su atractivo, inexperto como era entonces, pensé estar enamorado de ella. Las estúpidas rivalidades juveniles, la ceguera de la poca edad, son lo que más influye en estos casos. Su familia me alentaba, los competidores que tenía aguijoneaban mi amor propio, y, en resumen, me casé con ella sin conocerla casi. ¡Cuánto me desprecio a mí mismo al pensarlo! Yo no la amaba, ignoraba si era virtuosa o no, no había apreciado en su carácter ni bondad, ni modestia, ni candor, ni delicadeza... ¡y, sin embargo, me casé! ¡Oh, qué estúpido fui! 

»No había visto nunca a la madre de mi novia, y la creía muerta. Cuando transcurrió la luna de miel, comprendí mi error: mi suegra estaba loca, en un manicomio. Mi mujer tenía un hermano menor completamente idiota. El mayor es el que conoces, y a quien no puedo odiar, aunque abomine de toda su casta, porque en su débil cerebro hay algunos elementos afectuosos, que prueba con su cariño a su hermana y con la adhesión, casi de perro leal, que siente hacia mí. No obstante, probablemente acabará perdiendo la razón por completo. Mi padre y mi hermano Rowland conocían todo esto, pero no pensaron más que en las treinta mil libras y se pusieron de acuerdo para hacerme contraer aquel matrimonio. 

»Aun descubiertas estas cosas, yo, pese a la ocultación que representaban, no había reprochado nada a mi mujer. Pero su carácter era absolutamente opuesto al mío, sus gustos discrepantes de los que yo tenía. Su mentalidad baja, vulgar, mezquina, era incapaz de comprender nada grande. Pronto encontré imposible pasar una velada, ni siquiera una hora, a su lado y sentirme a gusto. Entre nosotros no cabía una conversación agradable. A cuanto yo hablaba respondía con contestaciones groseras y chabacanas, perversas y estúpidas. Ningún criado paraba en la casa, porque no podían soportar los arrebatos de mal carácter de mi mujer, sus abusos ni sus órdenes absurdas y contradictorias. Con todo, yo devoraba mi disgusto, procurando ocultar la antipatía que ella me inspiraba. 

»No quiero disgustarte con detalles odiosos, Jane; vale más resumir. Viví con esa mujer más de cuatro años y en tal lapso su perverso carácter y sus malas inclinaciones se desarrollaron con increíble rapidez. Bertha Mason, digna hija de una madre degenerada, me hizo sufrir todas las torturas, todas las agonías que cabía esperar de su temperamento inmoderado y vicioso. 

»Mi hermano había muerto entre tanto y, al final de aquellos cuatro años, mi padre murió también. Yo era rico, aunque espiritualmente pobre, puesto que sufría la odiosa miseria de soportar la compañía del ser más degradado y abominable que conociera jamás, y que era mi esposa ante la ley. Ni siquiera podía librarme de ella por procedimientos legales, porque los médicos acababan de descubrir que estaba loca. Sus excesos habían acelerado su insania... Pero veo, Jane, que mi narración te deprime. ¿Prefieres que la terminemos otro día? 

-No, terminemos ahora. Me da usted mucha lástima. -Algunas personas, Jane, consideran ofensivo que les tengan lástima, porque cierta clase de compasión -la que experimentan los corazones endurecidos y egoístas- es una híbrida mezcla de disgusto por lo que les disgusta y de satisfacción por el mal ajeno. Pero tu piedad no es de esa especie: lo siento en la expresión de tus ojos, en el temblor de tus manos, en los latidos de tu corazón. Tu compasión hacia mí, querida, es hija de tu amor y la acepto con los brazos abiertos. 

-Continúe. ¿Qué hizo usted cuando supo que su mujer estaba loca? 

-Me hallaba al borde de la desesperación. A los ojos del mundo yo estaba evidentemente cubierto de deshonor, pero resolví absolverme ante mí mismo rompiendo todo lazo con ella. La sociedad unía mi nombre al suyo, yo la veía a diario, respiraba el aire que su aliento contaminaba y, además, era su esposo -lo que me resultaba más odioso que nada- y sabía que mientras viviera, no podría unirme a una mujer mejor que ella. Tenía cinco años más que yo -su familia me había ocultado ese detalle-, pero físicamente estaba tan robusta como mentalmente enferma. De modo que, a los veintiséis años de edad, yo era un hombre desesperado. 

»Una noche me despertaron sus aullidos. (Desde que fuera declarada loca la teníamos encerrada, naturalmente.) Era una bochornosa noche antillana, y se sentía en el ambiente caliginoso la proximidad de un huracán. No pudiendo dormir, me levanté y abrí la ventana. El aire tormentoso olía a azufre. Infinitos mosquitos invadieron mi cuarto. Se oía el rumor del mar como un terremoto, negras nubes cubrían el cielo y la luna, roja y enorme como una ardiente bala de cañón, se reflejaba en las olas. El ambiente y la atmósfera pesada influían en mi ánimo. En mis oídos sonaban los gritos de la perturbada. Súbitamente la oí pronunciar mi nombre con demoníaco acento de odio y percibí su abominable lenguaje. Aunque dormía dos cuartos más allá del mío, el estilo de construcción de las casas de aquel país no permitía ahogar sus aullidos de loba. 

»Pensé que aquella vida era un infierno y aquellos gritos los lamentos terroríficos de los condenados. Tengo derecho a librarme de esto, si puedo -reflexioné-. Y sin duda me libraré si abandono mi carne mortal. No temo a los castigos del más allá, porque no pueden ser más horribles que los que sufro aquí. ¡Rompamos la cadena y entreguémonos en manos de Dios! 

»Y pensando así, abrí un baúl que contenía un par de pistolas con el propósito de suicidarme. Pero mi intención sólo duró un momento, porque la crisis de desesperación que la había originado se disipó al cabo de un segundo. 

»Entretanto un fresco aire que soplaba de Occidente agitó el mar. Estalló la tormenta, tronó y relampagueó copiosamente y después el cielo quedó despejado. Paseé balo los naranjos del humedecido jardín, entre los ananás y los granados. El alba refulgente de los trópicos apuntaba ya cuando en mi cerebro surgía la resolución acertada, acertada sin duda porque me la dictaba la suprema sabiduría. 

»El dulce viento de Europa soplaba aún sobre las hojas frescas por la lluvia y el Atlántico tronaba en la playa. Mi corazón se expandió, mi alma se sintió renacer. Veía revivir mi esperanza y creía posible la regeneración. Desde un arco florido del jardín, 

miré al mar, más azul aún que el cielo. Más allá estaba el Viejo Mundo y en él se me abrían las perspectivas más claras... 

»"Vete a vivir a Europa -dijo mi esperanza-. Allí nadie conoce la carga ominosa que pesa sobre ti. Puedes llevar contigo a la loca y confinarla en Thornfield con las debidas precauciones. Y tú viajarás como y por donde quieras, viviendo según te plazca. Esa mujer que ha empañado tu nombre, ultrajado tu honor, marchitado tu juventud, no es ya tu esposa, ni tú su marido. Haz que la cuiden como su estado lo aconseja y habrás cumplido cuanto Dios y los hombres te pueden exigir. Olvida su identidad y su relación contigo." 

»Seguí esa sugestión. Mi padre y mi hermano no habían hablado de mi casamiento, porque yo se lo había pedido así en mi primera carta después de casarme, cuando comencé a comprender las consecuencias de aquella unión y a adivinar el abominable porvenir que se me presentaba. Informado de la infame conducta de su nuera, mi padre se apresuró a ocultar cuidadosamente mi matrimonio. 

»La traje, pues, a Inglaterra. El viaje, con tal monstruo en el buque, fue lo horrible que puedes suponer. Me sentí satisfecho cuando la vi instalada en ese cuarto interior del tercer piso, que ella, de diez años a esta parte, ha convertido en el cubil de una fiera, en la guarida de un demonio. Me fue difícil encontrar quien la atendiese, asegurándome a la vez de su silencio, porque la loca tiene intervalos de lucidez, que dedica a difamarme. Al fin encontré a Grace Poole, empleada en el asilo de Grimsby. Ella y el médico Carter, el que curó a Mason la noche en que a éste le mordió su hermana, son los únicos que conocen mi secreto. Mrs. Fairfax debe de haber sospechado algo, pero no ha podido averiguar los hechos concretamente. Grace ha probado ser una buena guardiana, aunque en ocasiones ha tenido descuidos, como el que produjo el incendio de mi cuarto. La loca es a la vez maligna y astuta y jamás deja de aprovechar los descuidos de su celadora. Una vez logró esconder el cuchillo con que agredió a su hermano y por dos veces consiguió coger la llave de su celda. La primera quemó mi cama, la segunda entró como un fantasma en tu alcoba. Doy gracias a la Providencia, que hizo que la demente descargase su furia en tu velo de boda, porque Dios sabe lo que pudo haber ocurrido. Cuando pienso en cómo saltó sobre mí esta mañana y me acuerdo de que estuvo en tu habitación, se me hiela la sangre. 

-¿Y qué hizo usted una vez que la hubo dejado aquí? -Me convertí en una especie de judío errante. Recorrí todo el continente. Mi propósito era encontrar una mujer inteligente y buena a la que pudiese amar, algo muy distinto de la furia de Thornfield. 

-Pero no podía casarse con ella. 

-Estaba convencido de que podía y debía. Mi intención primitiva no era ocultar la situación, como te la he ocultado a ti. Me proponía contar francamente mi historia, pues me parecía palmario que tenía derecho a amar y a ser amado. Estaba seguro de que no dejaría de encontrar una mujer capaz de comprender mi situación y aceptarla, a pesar de la carga que pesaba sobre mí. 

-¿Y entonces? 

-Cuando te pones inquisitiva, Jane, me haces sonreír. Abres los ojos como un pájaro anhelante y realizas de vez en cuando algún pequeño movimiento, como si no te satisficiera lo que oyes. Antes de continuar, dime lo que quieres indicar con tus: «¿Y entonces?» Es una muletilla muy frecuente en ti. 

-Quiero decir: «¿Qué más?» «¿Qué ocurrió después?»
-Ya. ¿Y qué quieres saber?
-Si encontró una mujer que le gustase, si le propuso casarse y si aceptó. -Durante diez años erré de una capital a otra. Estuve en San Petersburgo, más 

frecuentemente en París, alguna vez en Roma, Nápoles y Florencia. Poseía dinero, 

ostentaba un nombre distinguido y ningún círculo se me cerraba. Busqué mi ideal femenino entre las damas inglesas, las condesas francesas, las signoras italianas y las alemanas gräfinen. Nunca hallé lo que buscaba. Alguna vez creía encontrarlo a través de una mirada, de un ademán, de un acento apasionado, pero pronto caía en la decepción. No imagines que buscaba un ideal perfecto de cuerpo y de alma. No buscaba sino una mujer que fuese la antípoda de Bertha Mason. Entre cuantas conocí no hallé ninguna que me decidiera a pedirla en matrimonio. Desilusionado, me entregué a la disipación, aunque no al libertinaje, porque esto lo odiaba y lo odio. ¡Y además era el tributo característico de mi Mesalina antillana! Bastaba que fuese así para que lo aborreciese. 

»No pudiendo vivir solo, me busqué amantes. La primera fue Céline Varens. Ya sabes lo que sucedió con ella. La siguieron otras dos: Giacinta, que era italiana, y Clara, alemana, ambas consideradas como beldades. ¿De qué me sirvió su belleza? Giacinta era ineducada y violenta y me hartó a los tres meses. Clara era honrada y tranquila, pero de corta inteligencia y escasa sensibilidad. No congeniábamos. Así que preferí darle una cantidad que le permitiera vivir honorablemente y me libré de ella. Veo por tu cara, Jane, que no formas buena opinión de mí. Me consideras un hombre sin principios ni sentimientos, ¿no? 

-Desde luego, le juzgo peor de lo que antes solía juzgarle. ¿No le parece indigno vivir así, unas veces con una amante y otras con otra? Usted habla de ello como de una cosa sin importancia. 

-No me agradaba aquella vida. Tener una amante es lo más parecido a tener una esclava: ambas, por naturaleza, son seres inferiores, y vivir íntimamente con inferiores es degradante. Ahora recuerdo con disgusto el tiempo que pasé con Céline, Giacinta y Clara. 

Comprendí que las palabras de Rochester eran sinceras, pero con todo, no podía sustraerme a la sensación de que, deseando él en cierto sentido hacerme sucesora de aquellas muchachas, podía llegar a experimentar por mí el mismo sentimiento de disgusto que ahora manifestaba hacia ellas. Guardé esto en mi corazón, porque podía serme útil en el momento crítico. 

-¿Cómo no dices ahora «¿Y entonces?», Jane? Veo que me repruebas. Pero vamos al final. En enero pasado, libre de mi última amante, con el corazón amargado y endurecido como consecuencia de una vida estéril y solitaria, muy mal dispuesto contra todos los hombres, y comenzando a considerar la posibilidad de hallar una mujer inteligente, fiel y cariñosa como una fantasía, volvía a Inglaterra, adonde me llamaban mis asuntos. »En una helada tarde de invierno avisté Thornfield Hall, el aborrecido lugar en que no esperaba hallar satisfacción ni placer algunos. En el camino de Hay vi una figurilla sentada. No presentí que iba a convertirse en árbitro de mi vida, para bien o para mal. No, no lo sabía cuando, al caer Mesrour, ella, gravemente, me ofreció su ayuda. ¡Qué infantilidad! Me pareció como si un jilguero hubiese aparecido a mis pies ofreciéndome llevarme en sus débiles alas. Sin embargo, aquella criatura insistió en su ofrecimiento, hablando con una especie de autoridad. Sin duda estaba escrito que yo recibiese ayuda de aquella mano, y la recibí. 

»Cuando me hube apoyado en su frágil hombro sentí una insólita impresión de alivio. Me agradó saber que aquel duendecillo no iba a desvanecerse bajo mi mano, sino que iría a mi propia casa. Te sentí volver aquella noche, aunque tú ignorases que pensaba en ti y espiaba tu regreso. Al día siguiente te estuve observando durante media hora mientras jugabas con Adèle en la galería. Recuerdo que hacía mal tiempo y no podíais salir al aire libre. Yo estaba en mi habitación con la puerta entornada, y te veía y oía. Noté, pequeña Jane, lo paciente y bondadosa que eras con Adèle. Cuando la niña se fue, quedaste en la galería y te vi contemplar por las ventanas la nieve que caía y 

escuchar el fragor del viento. Tenías una expresión soñadora, tus ojos brillaban y de todo tu aspecto trascendía una dulce excitación. Todo en ti revelaba que sentías cantar en tu interior las músicas de la juventud y de la esperanza... La voz de Mrs. Fairfax llamando a un criado te arrancó de tu meditación y ¡de qué modo sonreíste! Tu sonrisa parecía decir: "Mis sueños son muy bellos, pero es necesario que recuerde que no son reales. En mi alma hay un cielo corrido y un florido Edén, pero sé bien que en la realidad debo pisar un duro suelo y soportar el embate de las tempestades que me asaltan." Bajaste las escaleras y pediste a Mrs. Fairfax que te diera algo que hacer: las cuentas de la casa, o cosa parecida. Me disgusté que desaparecieras de ante mi vista. 

»Esperé con impaciencia que llegara la noche para mandar que fueras a mi presencia. Me parecía que tu carácter era distinto al corriente y para comprobarlo deseaba conocerlo mejor. Entraste en el salón con un aire a la vez modesto y seguro. Ibas humildemente vestida, como ahora... Encontré tu conversación original y llena de contrastes. Tus modales eran algo cohibidos, parecías desconfiada, mostrabas un temperamento exquisito por naturaleza, pero no acostumbrado a la convivencia social. Estabas como temerosa de cometer algún descuido, pero tu mirada era penetrante y enérgica, y tus respuestas fáciles y prontas. Noté que te acostumbrabas en seguida a mí, y que existía una simpatía entre tú y tu malhumorado patrón. No mostrabas enojo ni sorpresa por mis salidas de tono y me contemplabas sonriendo de cuando en cuando con una gracia a la vez profunda y sencilla que no acierto a describir. Me sentí contento y animado y decidí seguir tratándote. Sin embargo, durante mucho tiempo me mantuve distante de ti y te vi pocas veces. Como un epicúreo deseaba experimentar el placer de tu trato con más intensidad haciéndolo poco frecuente. Tenía, además, el temor de que, si manoseaba demasiado la flor, sus pétalos se ajaran, su dulce lozanía se desvaneciera. Ignoraba que no se trataba de una lozanía momentánea, como la de una flor, sino de un brillo permanente, como el de una piedra preciosa. Además, deseaba ver si, no buscándote, procurabas buscarme tú. Pero no: cuando pasabas a mi lado me demostrabas tan poco interés como era compatible con el respeto. Tu expresión habitual en aquellos días era pensativa. No te hallabas abatida, porque no estabas enferma; ni optimista, porque tenías muy pocas esperanzas y ninguna satisfacción. Yo quería saber lo que pensabas de mí -y ante todo si pensabas en mí- y pronto averigüé que no me engañaba por la alegría de tu mirada y hasta por tus modales cuando conversabas conmigo. Me concedí el placer de ser estimado por ti, y en breve aprecié que a la estimación seguía tu emoción en mi presencia. Tu rostro se suavizaba, se dulcificaba tu acento; mi nombre, pronunciado por tus labios, tomaba sonidos agradables. Me mirabas dudosa, sin saber la causa de que desempeñara ante ti el papel de amigo afectuoso. Cada vez que te tendía la mano, tal rubor y tal expresión de felicidad acudían a tus juveniles facciones que había de hacer verdaderos esfuerzos para no estrecharte contra mi corazón. 

-¡No me hable de aquellos días! -interrumpí, enjugando algunas furtivas lágrimas. 

Sus palabras me atormentaban. Yo sabía lo que había de hacer sin pérdida de tiempo, y tales recuerdos servían sólo para convertir en más difícil lo que era inevitable realizar. 

-Cierto -contestó él-. ¿Para qué evocar el pasado cuando el presente es mucho más seguro y el porvenir mucho más luminoso? 

Me estremecí al oír aquella frase. 

-¿Comprendes mi caso ahora? -continuó-. Tras una juventud y una madurez pasadas, mitad en una infinita miseria y mitad en una soledad infinita, daba, por primera vez, con alguien digno de mi amor, te encontraba a ti. Te consideré mi ángel bueno y un 

amor ferviente y profundo brotó de mi corazón. Resolví consagrarte mi vida y hacerte arder en la propia y pura llama que me devoraba a mí. 

»Por eso quise casarme contigo. Decirme que ya tengo una esposa es gastarme una burla cruel, porque lo que tengo, en realidad, es un abominable demonio. Hice mal tratando de ocultarte su existencia, pero lo hice porque conocía tus prejuicios y deseaba tenerte segura antes de aventurarme a tales confidencias. Reconozco que fui cobarde, porque debí haber apelado desde el principio a tu magnanimidad y a tu comprensión como lo hago ahora, describirte las torturas de mi vida, comunicarte, no mi resolución, porque ésta no es la palabra adecuada, sino mi inclinación a quererte fiel y honradamente, esperando ser correspondido por ti del mismo modo. Sólo después de hablarte francamente debía haberte prometido mi fidelidad y pedido la tuya. Pues que lo hago ahora, prométeme tú ahora serme fiel, Jane. Calló. Luego dijo: -¿Por qué no hablas? 

La prueba que yo sufría era terrible. Una mano de hierro desgarraba mi alma. ¡Oh, qué tremendo momento, qué esfuerzo, qué lucha conmigo misma! Ninguna mujer había sido más amada que yo lo era, yo idolatraba a quien me amaba así, y era preciso renunciar al amor de mi ídolo... Porque mi deber, mi insoportable deber estaba bien claro: debía partir. 

-¿Has entendido lo que deseo de ti, Jane? Sólo esta promesa: «Seré tuya, Edward». -No seré suya, Mr. Rochester. Siguió otro largo silencio.
-Jane -comenzó él, en un tono que me intimidó, porque recordaba el rugido de un 

león-, ¿quieres decir que te propones seguir un camino distinto al mío? -Sí.
-¿Y ahora, Jane? -dijo, inclinándose hacia mí y abrazándome.
-También.
-¿Y ahora? -dijo, besando dulcemente mi frente y mis mejillas.
-También -repuse, librándome de sus brazos. -¡Oh, Jane, esto es doloroso, es inicuo! -No hay más remedio. 

Bajo sus cejas brilló una terrible mirada. Se incorporó, pero logró dominarse. Me apoyé en una silla para no caer. Estaba espantada, temblorosa, pero no por ello menos decidida. 

-Un instante, Jane. Piensa en lo que será mi horrible vida cuando te hayas ido. Contigo se irá toda mi felicidad. ¿Qué me quedará? ¡Esa loca de ahí arriba! ¡Como si me quedara un cadáver en el cementerio! ¿Qué haré? ¿Dónde hallaré compañía y consuelo? 

-Donde yo. En Dios y en usted mismo. Confíe en que volveremos a encontrarnos en el cielo. 

-¿No quieres ayudarme? -No.
-¿Me condenas a vivir miserablemente y a morir maldito? -exclamó, alzando la voz. -Le aconsejo que viva librándose de pecar y le deseo que muera en paz.
-¿Me privas del amor puro? ¿Me obligas a que caiga en la pasión y en el vicio?
-No hago con usted más que lo que hago conmigo misma. Todos hemos nacido para 

sufrir; soportemos el sufrimiento. Antes me olvidará usted a mí que yo a usted.
-Veo que me consideras un embustero. Te digo que me será imposible cambiar y tú 

me dices que cambiaré muy pronto. ¡Qué error en tus juicios y cuánta perversidad en tus ideas acredita tu conducta! Para ti vale más sumir en la desesperación a un ser humano que transgredir una ley meramente convencional sin perjudicar a nadie. ¡Porque no tienes amigos ni parientes que puedan juzgarte mal si vives conmigo! 

Esto era cierto, y al oírle mi conciencia y mi razón se rebelaron contra mí, calificando de crimen mi resistencia a escucharle. El sentimiento murmuraba en mi interior: «Piensa en su miseria, piensa en los riesgos a que le expones abandonándole, 

piensa en su desesperación. Sálvale, pues, ámale y dile que le amas. ¿Quién se preocupa de ti en el mundo? ¿Quién te pedirá cuenta de tus acciones?» 

La réplica fue inmediata: «Yo me preocupo de mí. Cuanto más sola, con menos amigos y más abandonada me encuentre, más debo cuidar de mi decoro. Respetaré la ley dada por Dios y sancionada por los hombres. Seguiré los principios que me fueron inculcados cuando estaba en mi plena razón y no loca, como ahora me siento. Las leyes y los principios no son para observarlos cuando no se presenta la ocasión de romperlos, sino para acordarse de ellos en los momentos de prueba, cuando el cuerpo y el alma se sublevan contra sus rigores. La ley y los principios tienen un valor, como siempre he creído, excepto ahora, que estoy perturbada (lo estoy puesto que por mis venas corre fuego y mi corazón late de un modo tal, que no puedo contener sus latidos). No debo moverme en otro terreno, sino en el seguro de los conceptos admitidos como buenos, en el de las determinaciones previstas para casos como éste. Desenvolvámonos, pues, en él.» 

Y lo hice. Rochester lo leyó en mi rostro y su furia desbordó. Asió mi brazo, me cogió por la cintura y me contempló con centelleantes ojos. Desde el punto de vista físico, me sentía impotente, pero me quedaba el alma y ésta tiene, muchas veces, sin darse cuenta, un intérprete en la mirada. Le miré, pues, a la enfurecida faz e involuntariamente suspiré. 

-Nunca he visto -rugió él, rechinando los dientesnada a la vez tan frágil y tan indómito. En mis manos es como una caña que puedo romper con los dedos. Pero ¿qué gano con quebrarla, con aniquilarla? Ahí está su mirada, su mirada resuelta, libre, feroz, triunfante. Con su envoltura carnal puedo hacer lo que quiera, pero lo que habita en ella escapará siempre a mi voluntad. Y es su alma, su alma enérgica y pura, lo que yo deseo de ella, no sólo su cuerpo. Y esa alma puede venir a mí, apretarse contra mi pecho, emanar de ella como un aroma... ¡Ven, Jane, ven! 

Y hablando así, me soltó y se limitó a mirarme. Yo había triunfado de su furor; bien podía, pues, triunfar de su tristeza. Me dirigí a la puerta. 

-¿Te vas, Jane? -Me voy.
-¿Me abandonas? -Sí.
-¿No volverás más a consolarme? Mi amor, mi dolor, mi frenético ruego, ¿no son 

nada para ti?
Qué infinito sentimiento había en su voz! ¡Y qué amargo era tener que repetirle 

firmemente!:
-Me voy. -¡Jane! -Mr. Rochester.
-Vete, vete si quieres, pero recuerda la angustia en que me dejas. Vete a tu cuarto,

medita en cuanto te he dicho, piensa en lo que sufro, piensa en mí, Jane.
Y se dejó caer sobre un sofá, con el rostro entre las manos.
-¡Oh, Jane, mi esperanza, mi amor, mi vida! -gimió desoladamente, dejando escapar 

un profundo sollozo. Yo estaba casi en la puerta, pero me volví tan decidida como antes me había alejado. Me arrodillé junto a él, volví su rostro hacia mí, le besé en la mejilla y acaricié su cabello. 

-Dios le bendiga -dije-. Dios le libre de mal, Dios le pague todo lo bueno que ha sido conmigo. 

-El amor de mi Jane era mi última esperanza -dijo- y sin ella mi corazón se destrozará. Pero Jane me dará aún su amor, su amor noble y generoso. 

La sangre afluyó a su rostro, sus ojos volvieron a centellear. Se incorporó y trató de abrazarme. Pero pude eludirle y salí de la estancia. 

-¡Adiós! -gimió desesperadamente mi corazón al abandonarle-. ¡Adiós para siempre! 

No creía poder dormir aquella noche, pero apenas me acosté me acometió una pesadilla. Me sentí transportada a la niñez y soñé en el cuarto rojo de Gateshead. Era una noche oscura y mi mente sentía extraños terrores. La luz que, vista tantos años atrás, me asustara hasta el punto de hacerme desmayar, reaparecía en mi sueño, escalaba los muros y se detenía, temblorosa, en el centro del oscuro artesonado del techo. Alcé la cabeza para mirarla y el techo se convirtió en un mar de altas y sombrías nubes. Luego entre ellas apareció la luna. Yo la contemplaba como si en su disco hubiese de aparecer grabada alguna sentencia que me concerniese. La luna penetró a través de las nubes, descendiendo más cada vez, mientras una mano misteriosa parecía apartar los sombríos vapores. Después ya no era la luna, sino una blanca faz humana la que me miraba. Aquella faz me habló, habló a mi alma, y aunque su voz sonaba inconmensurablemente remota, yo la sentía cuchichear en mi corazón. 

-Hija mía, huye de la tentación. -Lo haré, madre. 

Tal fue la respuesta que di al despertar de mi sueño. Era de noche aún, pero las noches de julio son cortas. No mucho más tarde de medianoche comenzó a alborear. «Es hora de comenzar lo que debo hacer», pensé. Me levanté. Me había acostado vestida, sin quitarme más que los zapatos. Busqué en los cajones alguna ropa blanca. Hallé un collarcito de perlas que Rochester me había obligado a aceptar días antes. Dejé aparte aquel recuerdo de mis fantásticas bodas: no era mío. Con lo demás hice un paquete, guardé en el bolsillo los únicos veinte chelines que poseía, me coloqué mi gorrito y mi chal, cogí el paquete y las zapatillas para andar por la casa sin ruido, y salí cautelosamente del cuarto. 

-Adiós, amable Mrs. Fairfax -murmuré cuando pasaba ante la puerta de su cuarto-. ¡Adiós, querida Adèle! -añadí lanzando una mirada a su alcobita. 

Era imposible pensar en entrar y abrazarla. Me proponía pasar ante el cuarto de Rochester sin pararme, pero mi corazón detuvo allí sus latidos y mis pies hubieron de detenerse también. Rochester no dormía. Le sentí pasear por su alcoba, suspirando de vez en cuando. ¡Y pensar que en aquella habitación se encerraba el cielo para mí! Yo podía haber entrado y decirle: «Edward: te amo y quiero vivir contigo para siempre.» ¡Qué bello hubiera sido! 

Aquel hombre insomne esperaba sin duda con impaciencia la mañana. Cuando me enviase a buscar, no me encontraría. Se sentiría despreciado, rechazado su amor, sufriría, se desesperaría quizá... Mi mano avanzó hacia el picaporte. Pero me contuve y descendí apresuradamente las escaleras. 

Busqué en la cocina la llave de la puerta trasera, y la engrasé con aceite. Comí pan y bebí agua, porque acaso necesitaría caminar largo tiempo. Lo hice todo sin ruido alguno. Abrí y volví a cerrar suavemente. Sobre el patio se extendía la opaca claridad del todavía lejano amanecer. Las verjas estaban cerradas, pero tenían un postigo cerrado simplemente con un picaporte. Pasé el postigo y me hallé fuera de Thornfield.

A campo traviesa alcancé, una milla más allá, una carretera que seguía la dirección contraria a Millcote. Muchas veces la había visto, pero nunca la recorrí, e ignoraba a dónde conducía. No reflexionaba en nada, no miraba hacia atrás, no pensaba en el pasado ni en lo futuro. El pasado parecíame una página tan divinamente dulce que leer una sola línea de ella hubiera quebrantado mi resolución. Y el porvenir era una página en blanco, como el mundo después del diluvio. 

Recorrí campos, senderos y setos hasta después de salir el sol. Creo que hacía una hermosa mañana de verano. Mis zapatos estaban húmedos de rocío. Pero yo no reparaba en el sol naciente, ni el límpido cielo, ni en la naturaleza que despertaba. Quien a través de un bello panorama se dirige al cadalso, no repara en las flores que sonríen en su camino, sino en el patíbulo y la tumba que le esperan. Yo, pues, pensaba en mi

situación, de fugitiva sin hogar, y -¡oh, con qué angustia!- en lo que dejaba atrás. Creía a Rochester en su cuarto, contemplando salir el sol, esperando que yo apareciese para decirle que me quedaba a su lado... Hasta estudié la posibilidad de regresar. No era demasiado tarde: aún podía ahorrarle aquella amargura. Mi fuga no debía haber sido descubierta. Podía volver sobre mis pasos, consolarle, librarle de su miseria moral, acaso de su ruina... El pensamiento de su soledad me angustiaba más que la mía propia. Comenzaban a cantar los pájaros en las ramas: los pájaros, fieles a sus parejas, símbolo del amor... Dentro de mi corazón herido, me aborrecía a mí misma. Ninguna satisfacción encontraba en la idea de que había procedido correctamente para salvar mi decoro. Había herido y dañado a mi querido dueño... Me consideré odiosa a mis propios ojos. Sin embargo, no desanduve lo andado. Lloraba incansablemente mientras seguía mi solitario camino. A poco me hundí en una especie de delirio. Una progresiva debilidad invadió mis miembros, me sentí desvanecer y caí. Permanecí tendida algunos minutos, con el rostro contra la hierba. Sentí el temor -o la esperanza- de morir allí, pero al fin me puse en pie y continué mi marcha, más firmemente resuelta que nunca a alcanzar el lejano camino. 

Cuando llegué a él hube de sentarme, fatigada, en la cuneta. Sentí ruido de ruedas y vi aproximarse una diligencia. Levanté la mano; paró. Pregunté al cochero adónde se dirigía. Me dio el nombre de un lugar muy lejano, en el que yo sabía que Rochester no tenía relaciones. Pregunté cuánto me cobraba por llevarme allí, y repuso que treinta chelines. Contesté que no poseía más de veinte y accedió a transportarme durante un trayecto proporcionado a la suma. Entré en el coche vacío, el cochero cerró la portezuela y el vehículo se puso en marcha. 

Amable lector: ¡ojalá no sientas nunca lo que yo sentí entonces! ¡Ojalá no llores nunca las ardientes y tumultuosas lágrimas que yo lloré en aquella ocasión! ¡Ojalá no eleves nunca al cielo una plegaria tan desesperada y angustiosa como la que entonces brotó de mis labios! ¡Ojalá no te veas nunca en el caso de ser instrumento del dolor de aquel a quien amas, como me sucedía a mí! 

XXVIII
Han pasado dos días. Es una tarde de verano. El coche me ha dejado en un lugar

llamado Whitcross, ya que la cantidad pagada no alcanzaba para transportar más adelante y yo no poseía ni otro chelín siquiera. Ahora la diligencia se encuentra a una milla de mí y yo me hallo sola. En este momento descubro que he olvidado mi paquete en la valija del cochero, donde lo había colocado para mayor seguridad. Y, puesto que allí está, no hay más remedio que dejarlo continuar allí. 

Whitcross no es una ciudad ni una aldea, sino un simple poste indicador colocado en la confluencia de cuatro caminos y enyesado de blanco, supongo que para poderlo reconocer en la oscuridad. De aquel poste salen cuatro brazos que señalan cuatro distintas direcciones. La población más próxima dista diez millas; la más lejana, veinte, según se lee en los brazos indicadores. Por los muy conocidos nombres de aquellas ciudades, comprendí que me hallaba en un condado del Norte. La comarca estaba rodeada de montañas y a mi alrededor se extendían grandes páramos y pantanos. La población debía de ser poco densa; escasos viajeros recorrían aquellos caminos. Pero si alguno pasaba, ningún interés tenía yo en que me viera, ya que todos se hubieran maravillado de encontrarme perdida y sin sitio alguno al que ir, al lado de un poste indicador, en un camino. Quizá me preguntaran, yo acaso no supiera qué responder, y era probable que se extrañasen y sospecharan de mí. Ninguna ayuda humana cabía esperar, nadie que me viera me dedicaría un pensamiento amable o un buen deseo. No 

tenía otro amigo que la madre de todos: la naturaleza, y de ella únicamente debía solicitar calor y abrigo. 

Me interné entre los matorrales y a poco mis pies se hundieron en el cieno de un pantano. Retrocedí y, encontrando un saliente propicio en una roca de granito, me senté en él. Las márgenes del pantano me rodeaban, la roca protegía mi cabeza y el cielo cubría todas las cosas. 

Pasó tiempo antes de que me sintiese tranquila, porque temía que merodeasen por allí animales peligrosos, o que me descubriera algún cazador, furtivo o no. Si soplaba el viento, se me figuraba el bramido de un toro; si alguna cerceta levantaba el vuelo a lo lejos, confundía su figura con la sombra de un hombre. Al fin, viendo que mis temores eran infundados y que reinaba la soledad en torno mío, recobré la confianza. Hasta entonces no había pensado en nada, limitándome a ver, temer y escuchar. Pero ahora comenzaba a reflexionar de nuevo. 

¿Qué hacer? ¿Adónde ir? ¡Aterradoras preguntas! Tal vez la más cercana morada humana estuviera a mayor distancia de la que mis debilitadas fuerzas pudieran recorrer. Había de apelar a la fría caridad para lograr un albergue, corriendo el riesgo de tropezar con una repulsa casi cierta y aun con otros peligros. 

Toqué una mata de brezo. Todavía estaba caliente del sol que durante el día de verano la había besado. En el cielo sereno una estrella titilaba precisamente sobre mí. Caía un ligero rocío; no soplaba el viento. La naturaleza me pareció benigna y bondadosa para conmigo y pensé que, si de los hombres no me cabía esperar sino repulsas o insultos, en ella podía encontrar apoyo y abrigo. Al menos por una noche, debía ser su huésped: como madre mía que era, me daría alojamiento sin cobrármelo. Yo tenía aún un pedazo de pan, resto de una cantidad que comprara en una población que habíamos atravesado, con un penique olvidado que encontré en mi bolsillo. Entre los matorrales veíanse, aquí y allá, arándanos maduros. Cogí un puñado y los comí con el pan. El agudo apetito que un momento antes sentía se apaciguó, ya que no se satisficiera, con aquella eremítica colación. Después de comer recité una plegaria, y me dispuse a acostarme. 

La hierba crecía muy alto junto a la roca. Me tendí en ella colocando sobre mí, a guisa de manta, mi chal doblado y apoyando la cabeza en una pequeña protuberancia del suelo. Instalada así no sentí, al menos al principio de la noche, frío alguno. 

Hubiera, pues, podido hallarme bastante a gusto, a no ser por el dolor de mi corazón. Las heridas de mi alma volvían a abrirse. Sufría por Rochester, experimentaba por él una amarga tristeza, y mi corazón, impotente como un pájaro con las alas rotas, gemía y se despedazaba en su vano deseo de prestarle ayuda. 

Mis sombríos pensamientos me impedían dormir. Me incorporé. Era de noche ya, una noche serena que alejaba del alma todo temor. Brillaban en el cielo las estrellas. La presencia de Dios es sensible en todas partes, pero nunca tanto como cuando contemplamos sus máximas obras. En aquella serena noche, en aquel cielo despejado en que giraban, silentes, los infinitos mundos creados por Él, se experimentaba más que nunca su infinitud, su omnipotencia, su omnipresencia. Rogué por Rochester. Mientras lo hacía, mis ojos llorosos contemplaron la Vía Láctea. Pensando en los incontables mundos que encerraba aquella vaga bruma luminosa, sentí el infinito poder de Dios, comprendí que podría salvar a quien Él quisiera, que nada era perecedero, que ni un alma tan sólo podía perderse. Mi plegaria se convirtió en acción de gracias, al recordar que el Padre de todas las cosas había sido también nuestro Salvador. Rochester sería salvado porque era de Dios y Dios le preservaría. Volví a acurrucarme en el suelo y me dormí, olvidada toda la angustia. 

Al día siguiente, la necesidad, pálida y descarnada, apareció ante mí. Mucho después de que los pájaros abandonaran sus nidos en busca de alimento, mucho después de que la aurora apareciera en Oriente y libara, como dulce miel, el rocío que cubría la maleza, cuando las sombras de la madrugada se habían disipado hacía largo rato y el sol iluminaba ya cielos y tierra, me desperté y, levantándome, miré en torno mío. 

El día era magnífico y cálido. El páramo circundante parecía un dorado desierto, en el que yo hubiera deseado vivir para siempre. Todo esplendía al sol. Un lagarto trepaba por la roca y una abeja volaba sobre los arándanos. Habría deseado convertirme en lagarto o en abeja, residir allí, encontrar en aquella edad refugio y alimento. Pero era un ser humano y los humanos tenemos otras necesidades. No podía quedarme donde estaba. Miré el improvisado lecho que acababa de abandonar. Desesperanzada como estaba respecto al futuro, no habría deseado cosa mejor sino que el Creador hubiese arrebatado aquella noche mi alma de mi cuerpo, evitándome una ulterior lucha con el destino. No era así: vivía, con todas las amarguras, luchas y responsabilidades que ello implicaba. Era preciso cargar con la vida como con un pesado fardo, proveer a mis necesidades, soportar los sufrimientos, afrontar mis obligaciones. Me puse en camino. 

Una vez en Whitcross, seguí una carretera donde daba el sol, alto y cálido ya. Ninguna otra circunstancia influyó en la elección de ruta. Anduve largo tiempo. Cuando, al fin, fatigada, me senté en una piedra, oí cerca de mí repicar una campana, la campana de una iglesia. 

Miré hacia donde la campana sonaba y, entre pintorescas colinas, distinguí una aldea y un campanario. A mi derecha se extendía un valle cubierto de prados, maizales y bosques. Un arroyo zigzagueaba entre árboles, praderas y campos de cereal. Una carreta pesadamente cargada subía la colina y, no lejos, pastaban dos vacas, vigiladas por su pastor. 

A cosa de las dos, entré en la aldea. A la entrada de una de sus calles había una tiendecita en cuyo escaparate se exhibían varios panecillos. Deseé uno de ellos con verdadera codicia. Pensaba que comiéndolo adquiriría energías, sin las cuales me sería difícil continuar adelante. El deseo de readquirir mi fuerza y mi vigor había renacido en mí en cuanto me hallé en contacto con mis semejantes. Hubiera sido muy degradante desmayarme de inanición en la calle de una aldea. ¿No llevaba nada sobre mí que ofrecer a cambio de uno de aquellos panecillos? Medité. Poseía un pañolito de seda, puesto al cuello, y los guantes. Muy duro era hablar a nadie del extremo de necesidad en que me encontraba, y muy probablemente nadie querría aquellas pobres prendas, pero resolví intentarlo. 

Entré en la tienda. En ella había una mujer. Viendo a una persona decentemente vestida, una señora como sin duda supuso, avanzó atentamente hacia mí. ¿En qué podía servirme?, se apresuró a preguntar. La vergüenza me invadió, no acertaba a decir las palabras que había preparado y comprendí, además, lo absurdo de la proposición que iba a hacer. Le pedí, pues, solamente permiso para sentarme unos minutos, porque me hallaba fatigada. Disgustada al ver que su supuesta cliente no era tal, accedió fríamente a mi ruego, señalándome una silla. Sentí ganas de llorar, pero, comprendiendo lo inoportuno de tal manifestación, me contuve. Luego le pregunté si en el pueblo había alguna costurera. 

-Sí, dos o tres. Las necesarias para la aldea. Reflexioné. Me hallaba cara a cara con la necesidad, sin recursos, sin un amigo. Era preciso hacer algo. ¿Qué? Lo que fuera. Pero ¿dónde? 

-¿Conoce a alguna persona de la vecindad que necesite criada? -No.
-¿Cuál es la industria principal de aquí? ¿A qué se dedica la gente? 

-Muchos son labradores y otros trabajan en la fábrica de agujas de Mr. Oliver. -¿Emplea mujeres Mr. Oliver? -No; sólo hombres.
-¿Pues qué hacen las mujeres de este lugar?
-No sé -contestó-. Unas una cosa, otras otra... Los pobres se arreglan siempre como 

pueden.
Parecía molesta por mis preguntas. Además, ¿qué derecho tenía yo a importunarla? 

Luego entraron algunos vecinos. Mi silla era necesaria. Me despedí.
Recorrí la calle mirando a derecha e izquierda cuantas casas encontraba, pero sin 

hallar pretexto para entrar en ninguna. Vagué por el pueblo más de una hora. Exhausta, experimentando la imperiosa necesidad de comer, me senté al borde de un sendero y allí permanecí largo rato. Luego me levanté y me dirigí hacia una linda casita, con un jardín delante, que se hallaba al final del camino. ¿Para qué me aproximaba a aquella blanca puerta, ni qué interés habían de tener sus habitantes en servirme? Sin embargo, llamé. Una mujer joven, de agradable apariencia, muy limpia, me abrió. Con la voz que puede suponerse en una persona desfallecida y desesperada le pregunté si necesitaban por casualidad una sirviente. 

-No -dijo-; no la necesitamos. 

-¿Sabe si me sería posible encontrar alguna clase de trabajo aquí -volví a preguntar-. Soy forastera, no conozco a nadie. Necesito trabajar, sea en lo que fuere. 

Pero ella no tenía por qué ocuparse de mí, ni buscarme un empleo, ni a sus ojos podía aparecer mi relato, situación y carácter sino como muy dudosos. Movió la cabeza, dijo que no podía informarme y cerró la puerta blanca. Con toda cortesía, pero la cerró. Si la hubiese tenido abierta un instante más, creo que le habría pedido un poco de pan, porque me sentía desfallecida. 

¿A qué volver al sórdido villorrio, donde ninguna perspectiva de ayuda se divisaba? Hubiera sido mejor dirigirme a un bosquecillo cercano, que se mostraba ante mis ojos brindándome un apetecible refugio, pero me hallaba tan débil, tan extenuada, que rondaba por instinto en torno a los sitios donde existía alguna posibilidad de hallar alimento. Imposible buscar la soledad mientras el buitre del hambre me clavaba tan cruelmente sus garras. 

Me aproximé a las casas, me alejé de ellas, volví a aproximarme de nuevo, y de nuevo me alejé, comprendiendo que no tenía derecho alguno a pedir nada ni a que nadie se interesase por mí. La tarde avanzaba mientras yo erraba de aquel modo, como un perro extraviado y hambriento. Al cruzar un prado divisé ante mí la torre de la iglesia y me dirigí hacia ella. Cerca del cementerio, en medio de un jardín, había una agradable casita, que no dudé que sería la del párroco. Recordé que los forasteros que llegan a un lugar donde no conocen a nadie, acuden a veces a los párrocos para pedir su ayuda. Y la misión de un sacerdote es socorrer, al menos con su consejo, a los que soliciten su auxilio. Reuniendo, pues, todo mi valor y mis débiles fuerzas, llegué a la casa y llamé a la puerta de la cocina. Abrió una anciana. Le pregunté por el párroco. 

-No está -dijo. -¿Volverá pronto? 

-No. Está a tres millas de aquí, en Marsh End, adonde le han llamado por haber muerto su padre súbitamente. Lo probable es que pase allá quince días. 

-¿Hay alguna señora en la casa? 

Contestó que no había nadie sino ella, y a ella, lector, no fui capaz de pedirle lo que necesitaba. Otra vez, pues, comencé a errar. Me quité el pañuelo que llevaba al cuello. Había vuelto a pensar en los panecillos de la tiendecita. ¡Oh, qué terrible tormento es el hambre! De nuevo me dirigí a la aldea, de nuevo entré en la tienda y, aunque había otras personas, dije a la tendera que si quería darme un panecillo a cambio de aquel pañuelo. Me miró con evidentes sospechas. -No; nunca hago tratos de esa clase. 

Casi desesperada, le rogué que me diese siquiera medio panecillo. Se negó también. ¿Qué sabía dónde había cogido yo el pañuelo?, insinuó. 

-¿Quiere mis guantes a cambio? -No. ¿Qué voy a hacer con ellos? 

No es agradable insistir en estos detalles. Según algunas personas, complace evocar los recuerdos penosos, pero a mí hoy me es insoportable revivir los tiempos que relato. Aquel rebajamiento moral, unido al sufrimiento físico, fue demasiado doloroso para mí. No censuro a ninguno de los que se negaron entonces a ayudarme. Si un pordiosero vulgar suele inspirar sospechas, un pordiosero bien vestido las inspira siempre. Verdad es que lo que yo pedía era trabajo, pero ¿cómo iban a preocuparse de tal cosa personas que me veían por primera vez? La mujer que no quiso cambiar un panecillo por mi pañuelo de seda tenía derecho a hacerlo si el cambio le parecía ventajoso o la oferta extraña. 

Poco antes de oscurecer pasé ante una granja. El granjero, a la puerta, estaba cenando pan y queso. Me detuve y le dije: 

-¿Quiere darme un poco de pan? Estoy hambrienta. Me miró asombrado y, sin contestar, cortó una delgada rebanada de pan y me la tendió. No creo que me considerase una pordiosera, sino más bien una señora extravagante, que sentía el capricho de probar su pan moreno. En cuanto estuve a alguna distancia, me senté y comí el pan. 

No teniendo esperanza de dormir bajo techado, pensé que debía dirigirme al bosque a que antes aludí. Pero mi descanso fue frecuentemente interrumpido. El suelo era duro, el aire frío y a menudo pasaban intrusos cerca de mí, y tenía que cambiar de sitio. Hacia la mañana empezó a llover y durante todo el día hubo mucha humedad. No me pidas, lector, un relato minucioso de aquella jornada. Como la anterior, anduve buscando trabajo, y como la anterior fui rechazada siempre. Como la anterior, me sentí extenuada, y como la anterior pude comer algo. Pasando a la puerta de una casita, vi a una niña echando restos de potaje frío en una gamella de las que se usan para los cerdos. Le dije: 

-¿Quieres darme eso?
-¡Madre! -gritó la niña-. ¡Aquí hay una mujer que quiere el potaje!
-Si es una mendiga, dáselo -contestó una voz desde dentro-. El cerdo está harto. La niña me entregó el recipiente y devoré su contenido con ansia.
Al caer del húmedo crepúsculo me detuve al borde de un sendero por el que 

caminaba sin objeto hacía más de una hora.
«Me faltan las fuerzas -monologué- y no podré seguir mucho más adelante. ¿Cómo 

pasar la noche? ¿Con la cabeza sobre el duro suelo mientras la lluvia me cala?, no obstante, no puedo hacer otra cosa, porque nadie me daría hospitalidad. Pero es de temer, dada mi postración, mi abatimiento y mi desesperanza, que me muera esta noche. Después de todo, ¿por qué no hacerme a la idea de morir? ¿Por qué esforzarse en prolongar una vida inútil? ¡Más no! ¡Debo vivir, porque Edward vive o creo que vive! No debo dejarme morir de hambre y de frío. ¡Oh, Dios mío, ayúdame, ayúdame un poco más!» 

Mis ojos contemplaron el sombrío y brumoso paisaje. Estaba lejos de la aldea y ésta no se distinguía ya. Los campos cultivados de sus cercanías habían desaparecido. A lo largo de atajos y senderos había llegado otra vez a las cercanías de la zona pantanosa y en mi torno sólo se divisaban míseros prados, casi tan silvestres y áridos como el páramo mismo.

«Mejor sería morir ahí que en una calle o en un camino frecuentado -pensé-. Prefiero que los cuervos, si los hay en la comarca, devoren mis restos, que no que éstos desciendan, en un ataúd de caridad, al fondo de la fosa común.» 

Me hallaba a la sazón en pleno páramo. Los musgos y juncos que crecían en las ciénagas se distinguían por su color verde del oscuro de los matorrales que cubrían los lugares donde el suelo formaba una superficie sólida. A mis ojos aquella gradación de matices se presentaba sólo en forma de luces y sombras, ya que el día se había desvanecido. 

Oteando el desolado paisaje me pareció ver brillar una luz a lo lejos. La juzgué un fuego fatuo y creí que se desvanecería en seguida. Más la luz no se movía. «¿Será una hoguera?», me pregunté. Pero no aumentaba ni disminuía de tamaño, por lo que deduje que podría ser la luz de una casa, aunque tan lejana que no habría podido alcanzarla, ni me hubiera servido de nada llamar a su puerta, puesto que seguramente me la hubieran cerrado, como las demás. 

Me tendí en el mismo lugar en que me hallaba, rostro a tierra. El aire de la noche soplaba sobre mí y se perdía a lo lejos. A poco empezó a llover y el agua me caló hasta los huesos. Me incorporé. 

La luz continuaba brillando, mortecina, pero constante, a través de la lluvia. Comencé a andar, con fatigados pies, en aquella dirección. Hube de atravesar un cenagal que hubiera sido impracticable en invierno. Dos veces caí, pero ambas volví a levantarme y a caminar hacia aquella luz, última esperanza mía. 

Cruzada la ciénaga, distinguí una faja blanca que atravesaba el páramo. Me acerqué: era un camino. La luz brillaba, al parecer, en una especie de otero entre pinos, que se entreveían confusamente entre las tinieblas. Mi estrella se desvaneció al acercarme. Sin duda se había interpuesto entre ella y yo algún obstáculo. Extendí la mano y toqué un muro bajo y tras él un alto seto. Lo seguí, hasta dar con un postigo, que giró sobre sus goznes al empujarlo. 

Pasado el postigo, la silueta de una casa se elevó ante mí. Era baja, oscura y bastante grande. Al presente no se veía en ella luz alguna. ¿Se habrían acostado sus moradores? Buscando la puerta, doblé un ángulo del edificio y volví a distinguir la anhelada luz brotando de una ventanita enrejada, pequeña y que lo parecía más aún porque la ocultaba en parte la hiedra que revestía el muro de aquella parte de la casa. Las ventanas no tenían cortina y, a través de sus cristales, pude ver el interior. Era una estancia muy limpia, de suelo de tierra apisonada, con un aparador de nogal sobre el que había colocadas varias filas de platos de peltre, en los que se reflejaba el resplandor de un buen fuego de turba. Vi un reloj, una mesa blanca, varias sillas... La vela que fuera mi guía en la oscuridad se hallaba sobre la mesa y a su luz una mujer, tosca, pero tan limpia como cuanto la rodeaba, hacía calceta. 

Todo aquello no tenía nada de extraordinario. Pero junto al fuego había algo más: dos jóvenes, evidentemente dos señoritas, vestidas de luto, sentadas, una en una mecedora baja y otra en un taburete. Un gran perro de caza apoyaba su maciza cabeza en las rodillas de una de las muchachas y un gato negro dormía en el regazo de la otra. 

¡Extraño lugar era aquella humilde cocina para las dos exquisitas jóvenes que la ocupaban! Con toda certeza, no eran hijas de la mujer sentada a la mesa, porque tenían tanto de delicadas y distinguidas como ella de rústica. Jamás había visto rostros como los de aquellas mujeres. No cabe llamarlas hermosas, porque eran demasiado graves, pálidas y pensativas para aplicarles tal adjetivo. Cada una tenía en la mano un tomito y en una mesa entre las dos había otra vela y dos gruesos volúmenes, que de vez en cuando consultaban, comparándolo con el texto de sus libros respectivos, como se hace cuando se traduce. Todo transcurría en tan hondo silencio como si aquellos seres fueran sombras y el conjunto un cuadro, hasta el punto de que yo podía percibir el chisporroteo de la lumbre, el tictac del reloj y el choque de las agujas con que la mujer hacía calceta. Al fin una voz rompió el silencio: 

-Escucha, Diana -dijo una de las absortas lectoras-. Franz y el viejo Daniel se hallaban juntos esta noche y Franz está contando un sueño del que ha despertado aterrorizado. Oye... 

Y leyó, en voz baja, algo ininteligible para mí: ni francés ni latín. Si era griego, alemán u otro idioma, imposible saberlo. 

-Es muy enérgico -dijo al terminar-. Me gusta mucho. 

La otra muchacha, mirando al fuego, repitió una línea de las que le habían sido leídas. Más tarde supe de qué libro se trataba. Citaré, pues, lo que ella repitió, aunque entonces me fue del todo incomprensible: 

-Da trat hervor Einer, anzusehen wie di Sternen Nacht. ¡Muy bien! -exclamó, abriendo mucho sus oscuros y profundos ojos-. ¡Cuánto me gusta! Una sola línea de éstas vale por cien páginas de prosa rebuscada. Ich wäge die Gedanken in der Schale meines Zornes un die Werke mit dem Gewichte meines Grimms... 

Ambas callaron de nuevo.
-¿Existe algún país donde hablen de ese modo? -les preguntó la anciana.
-Sí, Hannah: un país mayor que Inglaterra.
-¡No sé cómo pueden entenderse! Si viniera aquí uno de los que hablan así, ¿le 

entenderían ustedes? -Algo de lo que dijera, sí, pero todo no, porque no somos lo inteligentes que usted cree, Hannah. No hablamos alemán ni somos capaces de leerlo sin ayuda del diccionario. 

-¿Y para qué sirve estudiar eso? 

-Nos proponemos aprenderlo mejor y entonces podremos ganar más dinero del que ganamos ahora. -Eso está bien. Pero déjense ya de estudiar. Basta por hoy. 

-Sí. Yo estoy fatigada. ¿Y tú, Mary?
-Mucho. Es muy trabajoso aprender sin profesor, sólo con el diccionario.
-Y sobre todo un lenguaje como este admirable alemán... Oye, ¿cómo no habrá 

vuelto John todavía? -No tardará. Son las diez en punto-dijo la interpelada, mirando su relojito de oro-. Y está lloviendo. Hannah, ¿quiere tener la bondad de mirar cómo está el fuego del salón? 

La mujer abrió una puerta, desapareció por un pasillo, la sentí atizar la lumbre. Luego reapareció. 

-¡Ay, niñas -dijo al volver-, qué pena me da entrar en ese cuarto y ver aquel sillón vacío! 

Se secó los ojos con el delantal. Las dos muchachas se entristecieron. 

-¡Pero ahora está en otro mundo mejor! -continuó Hannah-. Más vale que se encuentre allí. ¡Todos quisiéramos morir tan serenamente como él! 

-¿No le habló de nosotros antes de fallecer? -inquirió una de las jóvenes. 

-No tuvo tiempo. Su pobre padre se había sentido un poco mal el día antes, pero no le dio importancia, y cuando el señorito John le preguntó si quería que enviase a buscar a una de ustedes, se puso a reír. Al día siguiente -hoy hace quince- volvió a sentir dolor de cabeza. Se durmió y no despertó más. Cuando el hermano de ustedes entró en la habitación, le encontró ya rígido. 

La vieja sirvienta, en el dialecto de la región, se extendió en consideraciones familiares, asegurando que Mary era el vivo retrato de su difunta madre y Diana más parecida a su padre, cosa que para mí resultaba incomprensible, pues las dos muchachas me parecían casi idénticas. Ambas eran esbeltas y bellas, ambas distinguidas, ambas tenían aspecto de muy inteligentes. Cierto que el cabello de una era algo más oscuro que el de la otra y que se lo peinaban de modo diferente: Mary, liso y con rayas; Diana, con tirabuzones. 

El reloj dio las diez. 

-Supongo -observó Hannah- que en cuanto venga su hermano desearán cenar. 

Y comenzó a preparar la cena. Las muchachas se fueron, probablemente al salón. Hasta entonces yo había estado tan atenta a observarlas, y tanto me habían interesado, que incluso me olvidé de mí misma. Pero ahora me acordé de mí, y mi situación, por el contraste, se me presentó más desolada y desesperada que nunca. Imposible impresionar a los moradores de la casa con el relato de lo que me sucedía; no me creerían, no me concederían albergue... Así pensaba mientras, vacilante, llamaba a la puerta. Hannah abrió. 

-¿Qué desea? -inquirió, sorprendida, examinándome a la luz de la bujía que llevaba en la mano. -¿Puedo hablar a una de las señoritas? -pregunté. -Mejor será que me diga a mí lo que fuera a decirles a ellas. 

-Soy forastera...
-¿Y qué hace por aquí a estas horas?
-Quisiera que me dieran albergue por esta noche, en el pajar o donde sea, y un poco 

de pan.
En el rostro de Hannah se pintó la expresión de contrariedad que yo temía y 

aguardaba.
-Le daré pan-dijo, tras una pausa-, pero albergue no es posible.
-Déjeme hablar con sus señoritas.
-No. ¿Qué van ellas a remediarle? ¡Y le aconsejo que no vagabundee por acá! -¿Y qué voy a hacer si me hecha usted? ¿Qué haré? -¡Ya sabe usted muy bien 

adónde ir y qué hacer! ¡Ea, tome un penique y váyase!
-¿Para qué quiero un penique? ¡Si no tengo ni fuerzas para moverme! ¡No cierre, no 

cierre, por amor de Dios!
-Tengo que cerrar. Está entrando la lluvia. -Hable a las señoritas, presénteme a ellas. -No quiero. No es usted una mujer como debe. No alborote. Váyase.
-¡Me moriré si me quedo esta noche al aire libre! -No. Seguramente la mandan a

usted algunos salteadores, para averiguar el modo de robar la casa. Pero ya puede decirles que aquí hay un hombre, perros y escopetas. 

Y la honrada, pero inflexible sirvienta, cerró la puerta. 

Un sufrimiento inmenso, una desesperación infinita colmaron mi corazón. No pude dar un solo paso. Me senté en el peldaño de la puerta, con los pies sobre el suelo mojado, junté las manos y lloré con angustia. ¡Oh, el espectro de la muerte, la visión de la última hora que se aproxima con todos sus horrores! Más, al fin, pude recuperar mi presencia de ánimo. 

-Después de todo, bien puedo morir -dije-. Creo en Dios y aguardaré resignada que se cumpla su voluntad. 

No sólo había pensado aquellas palabras, sino que mis labios las habían pronunciado en alta voz. 

-Todos hemos de morir -murmuró una voz muy próxima a mí-, pero no todos están condenados a perecer prematuramente de necesidad, como podría haberle sucedido a usted al pie de esta puerta. 

-¿Quién o qué es lo que me habla así? -exclamé, aterrorizada. No contaba ya con la posibilidad alguna de ayuda de nadie. 

Junto a mí había una figura que mis sentidos debilitados y la oscuridad de la noche no me permitían distinguir bien. El recién llegado llamó fuertemente a la puerta. 

-¿Es usted, señorito John? -preguntó Hannah. -Sí. Abra pronto. 

-¡Debe usted llegar calado y muerto de frío! ¡Hay que ver la noche que hace! Entre; sus hermanas están preocupadas por usted y deben rondar malas gentes por los contornos. Ha estado una mendiga que... ¡Ah, si no se ha ido aún! ¡Lárguese! 

-¡Chist, Hannah! Tengo que hablarla. Usted ha cumplido su deber echándola y yo cumplo con el mío admitiéndola. Yo estaba cerca de ustedes y las he oído hablar. Me parece que éste es un caso especial. Joven: levántese y entre. 

Le obedecí, no sin dificultad. Me hallé en la agradable cocina, junto al fuego, bien consciente del maltratado y lamentable aspecto que debía presentar. Las dos jóvenes, su hermano y la criada me contemplaban con atención. 

-¿Quién es, John? -oí preguntar a una de las hermanas.
-No sé. La he hallado a la puerta. -Está muy pálida-dijo Hannah.
-Pálida como la muerte. Sentadla. Va a caerse si no. Y, en efecto, se me iba la 

cabeza, y hubiera caído a no habérseme ofrecido oportunamente una silla. Aún conservaba el sentido, pero no podía hablar. 

-Quizá le siente bien un poco de agua. Tráigala, Hannah. ¡Qué delgada y qué lívida está! 

-Parece un espectro.
-¿Estará enferma o famélica tan sólo?
-Creo que sólo famélica. Hannah: deme pan y leche. Diana -la reconocí por sus 

largos tirabuzones al inclinarse sobre mí- partió un trozo de pan, lo mojó en leche y me lo puso en los labios. En su rostro, muy próximo al mío, leí simpatía y compasión. En las palabras que me dirigió había una emoción afectuosa: 

-Pruebe a comer.
-Sí, pruebe -repitió Mary, mientras me quitaba el gorrito.
Y probé, en efecto, lo que me ofrecían. Primero con timidez, luego con ansia.
-No le deis mucho de primera intención -indicó su hermano-. Por ahora es bastante. Y retiró la taza de leche y el plato de pan.
-Un poco más, John, por favor. ¿No ves el hambre que tiene?
-No, hermana, ahora no. Si puede hablar, preguntadla su nombre.
-Jane Elliott -contesté. Había resuelto usar un nombre supuesto para evitar que me 

descubriesen. -¿Dónde vive usted? Callé. 

-¿Podemos enviar a buscar a sus parientes? Denegué con la cabeza.
-¿Qué puede decirnos de sí misma?
Desde que había cruzado el umbral de aquella casa y me sentía entre mis semejantes 

volvía a ser la de siempre. Dejaba de obrar como una mendiga y recuperaba mi carácter natural. Incapaz de detallar mi situación, porque me sentía muy débil, repuse: 

-No me siento con fuerzas para explicarme por esta noche.
-Y entonces, ¿qué desea usted de mí? Diana tomó la palabra:
-¡No supondrá usted que creemos haberla prestado toda la ayuda que necesita y que 

vamos a dejarla marchar en esta noche de lluvia!
La miré. En su rostro se pintaban, a la vez, bondad y la energía. Me animé y repuse 

con una sonrisa. -Deseo decirles la verdad sobre mí. Estoy segura de que, aunque fuera un perro perdido, no tendría usted valor para echarme fuera en una noche como ésta. No lo temo, pues. Hagan lo que quieran conmigo, pero les ruego que no me fuercen a hablar mucho hoy, porque me falta el aliento. 

Los tres me miraron en silencio. 

-Hannah -dijo John, al fin-. Déjela ahí sentada y no le pregunte nada por ahora. De aquí a diez minutos dele el resto del pan y la leche. Nosotros vamos al salón para hablar de esto. 

Se fueron. Una de las jóvenes volvió al poco rato. No sé cuál de las dos. Una especie de agradable entumecimiento me poseía mientras me hallaba sentada junto al magnífico fuego. La muchacha, en voz baja, dio instrucciones a Hannah. Ésta me ayudó 

a subir una escalera, me despojé de mis ropas empapadas y un lecho seco y cálido me acogió. Di gracias a Dios, y me dormí con la impresión de que un rayo de luz disipaba las tinieblas de mi desventura. 


Last modified: Saturday, December 1, 2018, 1:59 PM